miércoles, 2 de diciembre de 2009

Los amores que duran toda una vida - Enrique Vila-Matas

Título: Los amores que duran toda una vida
Autor: Enrique Vila-Matas
Del libro de cuentos "Suicidios ejemplares"

LOS AMORES QUE DURAN TODA UNA VIDA

Ser profesora de instituto no es un trabajo apasionante – yo diría incluso ser bedel lo es más – pero tiene la ventaja de que estás en alucinante y permanente contacto con la mediocridad humana (y así una nunca se olvida de dónde realmente está y en qué mundo vivimos) y, además, puedes disfrutar de muchos meses de vacaciones. Agosto es mi favorito. Se va todo el mundo de Zaragoza, se largan a las playas infectadas a comer helados venenosos y me dejan a mí bien tranquila con mi abuela en el piso de la Gran Vía. Ahí fumamos. Mi abuela lo hace en pipa. Grandes escándalos los suyos cuando era joven y estaba mal visto que las mujeres fumaran. Me lo ha contado no sé ya cuántas veces. Cada año lo repite cuando llega agosto y nos quedamos las dos por fin solas en el piso y ella –muy acorde con su papel de abuela- se siente más o menos obligada a contarme historias. Y las cuenta no sólo para sentirse abuela sino para impedir que yo le cuente demasiadas historias inventadas. Cada agosto vivimos una simpática pero firme y permanente lucha por ver quién de las dos cuenta más historias a la otra. Las de mi abuela son todas siempre rigurosamente veraces. Cada año, cuando llega agosto, me repite la del lío enorme que ella armó en la playa de la Concha de San Sebastián cuando apareció ataviada con una mantilla y sacando humo hasta por las orejas.

Hay mucho humo – es natural – en la casa. Yo fumo cigarro tras cigarro y lanzo las colillas al viejo y entrañable ventilador que nada ventila el pobre, aunque hoy no hace falta que lo haga, pues el día es casi frío y está muy nublado y no falta mucho para que empiece una buena tormenta. Lanzo los restos del vicio – las colillas bien apuradas- como si nada, contra el ventilador que no ventila nada. Pero hoy no sé si es muy apropiado decir tanto la palabra nada. Estoy muy nerviosa y no puede decirse que no pase nada. Y encima, la abuela me mira con infinita rabia.

-Estoy esperando, Ana María, a que me expliques por qué me has dejado sola estos tres días – me dice, y se la ve realmente muy molesta.

Todavía está mi maleta en el pasillo. Acabo de regresar de mi viaje de fin de semana a Cerler, el pueblo más alto del Pirineo aragonés. Mi abuela, que espera la inmediata explicación, me mira con severidad, y traga humo. Yo estoy sentada en el sofá, y fumo. Trato de calmarla cuando lo que debería hacer es, de entrada, calmarme a mí misma. Porque he vuelto deshecha, completamente destrozada, desesperada. Nada necesito más que poder contarle a la abuela lo que me ha pasado y, así de paso, tratar de comprender yo algo de lo sucedido.

Me encanta inventar historias, pero la que voy a contarle a la abuela, la que ahora necesito contarle, desgraciadamente ha sucedido de verdad. Y no sé muy bien por dónde empezar, ni tampoco sé si la abuela la va a creer. Si la resumo en cuatro palabras – es decir, la pongo al corriente de la desgracia y basta – pueden ocurrir dos cosas: o bien que no me crea e incluso se ría (lo cual aún puede dejarme más hundida y destrozada) o bien que me crea y tenga un ataque al corazón (últimamente cualquier noticia triste a bocajarro la deja al borde del colapso). De modo que lo mejor será contárselo todo bien despacio y que ella misma, poco a poco, vaya intuyendo que la historia acaba mal.

- Ya te lo dije, abuela. Fernando me necesitaba.

La expresión de la abuela es de fingida perplejidad. Fingida porque sabe perfectamente de qué le hablo. La verdad es que la mataría, en estos momentos se merece la noticia triste a bocajarro, pero en fin, no voy a evitar caer en eso. Me mira con rabia. Supongo que sospecha que, una vez más, le voy a largar un buen cuento. He inventado siempre tantas historias – cómo me gusta la del billete que voló, es mi preferida – que es lógico que ella ahora se muestre escéptica ante lo que adivina que puede ser una nueva historia de las mías.

Yo sigo fumando, trago mucho humo, y luego prosigo, a ciegas. Le digo:

-Fernando me invitó a su casa de Cerler. Ya te conté que se sentía en una situación muy apurada y que me había pedido que, por favor, le echara una mano. Te lo dije ya, abuela. Tú sabes que Fernando es mi mejor amigo y yo no podía negarme. Te dije que sólo serían tres días, y así ha sido, ¿qué más quieres?, total han sido sólo tres días, tal como te dije, ¿te has sentido muy sola?

La abuela no contesta. Calla pero no otorga. Yo me atropello algo con las palabras y la introduzco en la historia del gran amor de Fernando por Beatriz.

-El me necesitaba urgentemente a su lado porque su gran amor, esa Beatriz de la que alguna vez te he hablado, subía a verle a Cerler en compañía de su recién estrenado novio. Y él, que cuando la invitó no sabía que ella acababa de hacerse con un nuevo novio, necesitaba a su mejor amiga, o sea a mí, para compensar la, cómo te diría yo, enojosa presencia del novio inesperado y no invitado. ¿Está ya más clara la cosa?

- Estás muy nerviosa – dice la abuela.

-Pero ¿está o no más clara la cosa?

-No – dice -. Nada.

Y en parte tiene razón. Me atropello al contar, estoy muy nerviosa. Debería contarle las cosas de un modo más reposado y que ella pudiera entenderme mejor; debería contarla como las hace ella, aunque la verdad es que la pobre tampoco es que las cuente de un modo demasiado ordenado; además, se repite, se repite mucho. Una amiga me dijo que mi abuela sólo tenía una historia y que por eso se repetía tanto. Si eso es verdad, yo supero a la abuela en historia porque como mínimo tengo dos: la del billete que voló (a la que tal vez se parecen mucho el resto de historias que has ahora he inventado) y la de este fin de semana de Cerler. Dios mío, tengo dos. Pero la segunda hubiera preferido no tenerla. Y además creo que debería demorarme menos al contarla. Porque está bien que vaya preparando a la abuela para la terrible noticia final, pero no creo que sea necesario que vaya tan despacio. Ya hace rato que debería haberla puesto más al corriente de la historia del gran amor de Fernando por Beatriz. Debería haberle dicho: Un amor fuera de serie. O bien: Un amor de los que no hay, un amor de verdad. Debería haberle dicho algo más acerca de esa pasión extrema de Fernando desde el día e que vio a Beatriz por primera vez y quedó fulminantemente enamorado. Hasta entonces él no se había fijado en ninguna otra mujer. Una cosa algo penosa si tenemos en cuenta que a mí ya me conocía, pero en fin, a mí siempre me vio como a una amiga y eso – por mucho que yo quiera y son infinitas las veces que lo deseé- es algo que desgraciadamente ya no se puede cambiar.

Le digo a la abuela:

- Tal vez me entiendas mejor si te digo que Fernando ha permanecido fiel siempre su primer amor. Desde que vio a Beatriz, y de eso pronto hará ya diez años, se enamoró irremisiblemente de ella. Se dijo para sí mismo que nunca podría sustituir a Beatriz en su corazón. Pero no le confesó a su amor, se quedó aguardando a que ella le correspondiera. Y como eso no sucedió, poco a poco fue descubriendo las angustias y las delicias de los amores imposibles.

Miro a la abuela y veo que me sigue mirando con rabia. Está claro que piensa que me lo estoy inventando todo. Estoy segura de que no tardará en decirme, una vez más, que soy una maníaca de la invención de historias. Pero yo siento que debo seguir. Le digo:

-Yo creo que Fernando se enamoró deliberadamente de ese tipo de amor que nos hace pasarlo muy mal porque lo guardamos en secreto y nunca somos (y estamos seguro de que nunca lo seremos) correspondidos, lo cual en el fondo es todo un alivio, porque es terrible que te quieran, ¿me vas entendiendo algo, abuela?

-No, nada – me dice.

-¿Nada? – casi le grito.

-Estás muy nerviosa, Ana María.

-Pero ¿me entiendes un poco, al menos?

-No – dice-. Nada.

Bueno, en parte tiene razón, tendría que dar menos rodeos y, además, hablar sin atropellarme en las palabras y sin estar todo el rato con el alma encogida.

Cada vez está más cercana la tormenta. El viento mueve las cortinas de las ventanas. Me levanto y apago el ventilador. Enciendo otro cigarro. Miro a la abuela. Sigue enfadada y mirándome con total desconfianza. Le digo:

-Ha sido un amor imposible, siempre lo fue, porque si algo estuvo claro desde el primer momento fue que jamás Beatriz iba a enamorarse de él. Yo no sé, pero siempre me he dicho que a lo mejor fue precisamente ésa la causa por la que él se sintió tan seducido por ella. Porque fue todo tan extraño en ese enamoramiento…

Me digo si no habrá algo de escandaloso en mis palabras, pues a pesar de estar tratando de contar algo muy doloroso para mí, siento cierto placer perverso al narrarlo. Tal vez tenga razón la abuela cuando me llama maníaca de las historias.

-Aún recuerdo- le digo- el día en que él la vio por primera vez y vino a mí para decirme unas palabras que se me han quedado muy grabadas, la prueba es que las recuerdo con toda exactitud. Me dijo Fernando: No sabes, Ana María, lo guapa que es la mujer que acabo de conocer. Es alta, morena, con una magnífica cabellera negra que le cae en trenzas sobre los hombros; su nariz es griega, sus ojos resplandecientes, sus cejas altas y admirablemente arqueadas, su piel brilla como si fuera terciopelo mezclado con oro. Y todo esto unido a una fina pelusilla que oscurece su labio superior, da a su rostro expresión viril y enérgica que hace palidecer a las bellezas rubias…

Hago una pausa. Todavía me sorprende la exactitud con la que recuerdo esas palabras. Luego añado:

-Creo que alguien que es capaz de hablar así es que está muy pero muy enamorado. ¿No te parece?

-¿Una expresión viril has dicho?- pregunta mi abuela revelando que está más interesada de lo que parece en mis palabras-

-Sí, eso he dicho.

-¿Y no será que ese Fernando amigo tuyo se enamoró en realidad de él mismo?

Pregunta extraña. No sé qué contestarle. Mi abuela está muy entretenida apartando el humo que, sin querer, le he enviado.

-¿Así que ya vas entendiendo algo de lo que pretendo contarte? – le digo.

Vana ilusión la mía.

-No entiendo nada – me dice, y sonríe.

También yo sonrío, aunque poco, pero sonrío, la verdad es que lo necesitaba. Entiendo que la abuela me está dando un margen de confianza. Sin duda ella piensa que invento, pero al menos no está segura del todo. Procuro no volver a echarle más humo en la cara.

-Lo que quiero que entiendas- le digo – es que Fernando se encontró ni más ni menos que con su ideal femenino, lo cual no es poco. Desde entonces Beatriz se convirtió en su pasión secreta. Y ella nunca lo ha sabido, jamás se ha enterado de eso. Así están las cosas. Y así estaban cuando llegué a Cerler y vi, ¿a que no sabes lo que vi?

-Cualquier cosa – dice la abuela.

-Pues vi- le digo y que piense lo que quiera- nada menos que paracaidistas que caían alrededor del pueblo. Practicantes del parapente pirenaico, ¿has oído hablar de eso?

No contesta.

Le explico en qué consiste el parapente. Le digo que es una variante fascista del ya de por sí fascista ejercicio de dejarse caer, así porque sí, sobre los pueblos tranquilos.

Imagino que va a decirme que no me disperse cuando de repente se encoge de hombros- como tratando, supongo, de decirme que todo eso que le cuento le importa un rábano- y me sorprende diciéndome todo lo contrario:

- Te estás yendo por las ramas, que es adonde van a parar los vulgares y malas paracaidistas. Anda, recuerda dónde estabas. Vuelve atrás. Creo que le estabas empolvando la nariz a esa señorita llamada Beatriz.

Parece, pues, que la tensión entre las dos está disminuyendo notablemente. Ya o hay casi rastros de reproche por haberla dejado sola durante tres día. Pero no deja de ser lamentable comprobar que se toma a risa mi historia. Está claro que no cree ni una sola palabra de lo que le cuento. Seguro que está pensando que me he ido con Fernando a pasar el fin de semana a Salou, y punto. Pero su inesperado buen humor me reconforta. Me recuerda al de Fernando cuando llegué a Cerler y, creyendo que le iba a encontrar muy inquieto cuando no desesperado, me sorprendió recibiéndome con una mueca muy alegre y distendida.

-¿Qué sucede? – le pregunté yo a Fernando, algo extrañada -. Esperaba encontrarte con problemas y me recibes de un excelente buen humor.

Al igual que ahora, había como una amenaza de tormenta en el ambiente.

-Debe ser- me contestó Fernando – que este clima, este clima de altura me sienta bien.

Yo aún no había entrado en la casa, estábamos todavía en el portal. De repente me di cuenta de que había tenido siempre un gran ascendente sobre él y que yo era tal vez la única persona en el mundo capaz de alegrarle, quizá porque era la única que conocía su secreto y, por tanto, la única con la que, llegado el caso, podía realmente desfogarse.

-Pasa, Ana María – me dijo-. Pasa y verás qué divertido. En la salita está Beatriz con su flamante novio. Estoy seguro de que no te imaginas cómo es.

Y a duras penas contuvo su risa.

Pensé en un enano, en un travestí disfrazado de buzo, en un loco de pelo rojo, en un tenista con raqueta incluida, en un incendiario, en un hombre muy peludo, en un apuntador de teatro disfraza de misionero, en un agente de bolsa y hasta en un monstruo con tres ojos y cinco orejas en la espalda. Me moría ya de curiosidad cuando, al ir a entrar en la salita, Fernando me susurro al oído:

-Es un saharaui.

Conociendo los novios de Beatriz no era algo especialmente sorprendente. Y tampoco algo que hiciera reír, yo no le veía la gracia por ningún lado. Pero Fernando sí la veía y eso, después de todo, era mejor que lo contrario; era preferible que aquello le pusiera de tan buen humor. Mejor así, me dije. Porque si de algo él siempre había pecado era de un excesivo, casi brutal, dramatismo, siempre provocado por su incorregible tendencia a la desmesura. En todo exageraba. En su profunda aflicción, por ejemplo, por España, a la que veía hundida eternamente por nuestra congénita incompetencia en todo. Se avergonzaba tanto, por ejemplo, de nuestro pasado político que a veces, llevado por su exageración sin límites, había llegado a sentirse el responsable único de todos los desmanes de nuestra historia, lo que le llevaba a convertirse, claro está, en el ser más apesadumbrado de la tierra. Su bisabuelo, abuelo y padre había sido diplomáticos o militares, pero eso no justificaba lo desmesurado de su actitud en esas ocasiones. Fernando era uno de esos tristes que de tarde en tarde se sienten de pronto responsables de nuestro nefasto pasado. Y, claro está, se hunden como nadie.

Su incorregible tendencia de las desmesura se reflejaba también en la cuestión del amor, pues qué otra cosa es amar desmesuradamente sino amar con una extraña profundidad, silenciosamente, sin ser correspondido. En todo exageraba. Y mientras me decía todo esto, me pregunté si no sería que quienes aman de esta forma son siempre personas que piensan que el amor es lo esencial y ven en el sexo tan sólo un accidente. Para mí, Fernando estaba enamorado de la idea del amor y conocía, por tanto, la única fórmula para que éste dure toda una vida.

La abuela interrumpe mis pensamientos.

-¿Puede saberse qué te pasa ahora? – me dice-. ¿Se te ha tragado la tierra? Anda, recuerda dónde estabas. Le empolvabas la nariz a la señorita Beatriz, ¿te acuerdas?

Se oye un fuerte trueno. Cada vez más cerca la tormenta. Apago mi cigarro y enciendo otro. Le digo:

- Ah, sí. Y el novio de ella, fíjate qué curioso, era de nacionalidad saharaui.

- No me digas – dice la abuela, con cierta sorna.

- No me crees, ¿verdad?

- No – dice.

Me da igual y continúo, necesito continuar. Le cuento la cena entre los cuatro en un restaurante del pueblo. Le explico que, al principio y a petición de Fernando, me tocó hablar mucho a mí y que conté la historia del billete que voló en mi infancia.

-Recuerdo – les dije - una de las primeras noches de mi vida, en una casa de campo, muy pobre. La ventana estaba abierta, y se avecinaba una gran tormenta. Soplaba el viento. Llegó un hombre con un papel y una cifra escrita en él. En cuanto mi madre y mi abuela le abrieron, entró al instante en la habitación a coger el dinero que había sobre la mesa. Pero tal vez porque la puerta abierta había creado una corriente, el viento que estaba fuera torneó de improviso por la habitación y robó literalmente el dinero que estaba sobre la mesa: un billete de mil pesetas. Este billete era el alquiler. Lo robó y se lo llevó, por la ventana, hasta un bosque que estaba al otro lado del camino. Inmediatamente un abuela corrió afuera, corrió al bosque a buscar las preciosas mil pesetas. Y mientras tanto se oían truenos, empezaba a llover, y mi madre rogaba al hombre con infinitas palabras tiernas y suplicantes que nos perdonara: ¡el viento había robado el alquiler!

Como era de suponer, mi abuela protesta enérgicamente. Me dice que esa historia, que ha oído ya mil veces y que me la he inventado o la he leído y robado de alguna parte, es indignante, pues resulta vergonzoso que vaya contando por ahí algo que no es absoluto cierto.

-Mira que decir que fuiste pobre en la infancia. Hasta ahí podíamos llegar – me dice.

- Yo no digo que fuera pobre en la infancia. Lo fui, pero en fin, si tú te empeñas en decir que no… Yo no digo eso exactamente, sino que me dedico a evocar un miedo universal: cierta amenaza que flota siempre en el ambiente; el Bosque y el Viento robando el dinero de las niñas, robando el dinero de las casas, y escondiéndolo para llevar a la gente a la desesperación.

Mi abuela continúa furiosa, e insiste en que es indignante que diga que fui pobre en la infancia. Y yo, en vista de que se enfada tanto, le digo que la historia del viento que robó el dinero ya no la contaré nunca más por ahí (ya tenía ganas, después de todo, de olvidarme de ella) pero que, eso sí, es conveniente que sepa que hasta ahora esa historia siempre me resultó muy útil para justificar ante la gente mi miedo a salir de casa. Eso la calma notablemente. Me dice que podría habérselo dicho antes.

-Porque todo el mundo- y ahí remato la faena- sabe que yo no soy de las que salen por gusto fuera de casa. Pero siempre andan preguntándome a qué se debe esto. Me lo preguntan como también me preguntan por qué aún no tengo novio o por qué fumo tanto. Porque a mí me preguntan de todo, no sé por qué. De todo. Y yo para todo tengo respuestas. O la tenía, porque como ahora he renunciado a la historia del billete que voló, ya veremos qué les cuento. Pero en fin, renuncio a esa historia que, por otra parte, yo creo que encerraba una idea muy melancólica que servía para explicarlo todo.

La abuela, como queriendo compensar la tiranía de haberme prohibido que la historia, me dice que siga contándole cómo fue esa cena tan interesante en el restaurante de Cerler. Le digo que bebimos mucho y que el saharaui, que se llamaba Idir, no hacía más que crear una gran tensión pues apenas pronunciaba una palabra y sólo se dedicaba a mirarnos fijamente a los ojos como reprochándonos algo, como si estuviera censurando nuestra frivolidad de restaurante. Y como por su parte Fernando, con su peculiar conducta de anfitrión, no hacía más que aumentar la ya de por sí gran tensión (“Mañana subiremos todos al pico del Aneto”, nos decía de vez en cuando, yo creo que en todo amenazador y también desafiante), la cena resultó un completo fracaso.

Se le escapa a la abuela una nueva e irritante risita de incredulidad. Y yo siento ya deseos de mandarlo todo a paseo, decirle ya de una vez a la abuela que Fernando ha muerto, que ayer le enterramos en Cerler y que yo estoy destrozada y siento vértigo ante la vida. Ya nada será como antes. Decirle todo eso de golpe, sin más contemplaciones, y luego retirarme a mi habitación a llorar y a pensar en el profundo amor que yo he sentido por Fernando, siempre en secreto, desde el primer día en que le vi. Sólo yo sé que nadie podrá sustituirle en mi corazón. Y mi desgarro es infinito.

Ahora la abuela fuma con repentina ansiedad. Soy consciente de que, si le digo de golpe que Fernando ha muerto, pude tener una recaída brutal en su ya maltrecha salud. Sin embargo, esa risita de incredulidad me saca de quicio. Soy capaz de cualquier cosa para acabar con la maldita risita. Dios mío, por qué no querrá creerme. Pero no, no voy a decirle las cosas de una forma tan brutal, tengo que prepararla para la noticia. Voy a tratar de seguir contándoselo de una forma suave, muy lentamente, tal como me he propuesto desde un principio. Pero me enerva, no puedo evitarlo, esa actitud de sorna y desconfianza y ese ridículo resentimiento por haberla dejado sola por tres días.

-De vez en cuando – le digo- caían paracaidistas sobre el pueblo, y uno cayó sobre el flan que pedí de postre.

Me mira como pensando que soy una desgraciada. Y de repente, como si hubiera leído en el fondo de mi alma toda mi tragedia, me pregunta:

-¿Tú estás enamorada de Fernando? ¿No es eso? ¿Crees que tu abuela no se ha dado cuenta? Pero ¿no será ese Fernando un amor imaginario? ¿No será simplemente la figura de un sueño?

Me contengo como puedo. Voy a romper en llanto. Ya no le veo sentido a la vida. De nuevo me siento tentada a decirle que Fernando ha muerto, y luego que pase lo que tenga que pasar. A fin de cuentas, qué importa ya todo. Pero acabo retomando como puedo el hilo y le repito que bebimos mucho y que a Fernando e le veía cada vez más divertido pero también más peligrosamente enloquecido.

-Tras la cena- le digo- regresamos a casa. No había entre nosotros demasiado buen ambiente que digamos. Encendimos el fuego. ¿No es maravilloso en pleno agosto poder hacerlo? Beatriz, muy ilusa la pobre, no paraba de buscar con los ojos nada menos que la aprobación de Fernando a su nuevo novio. Idir miraba y miraba. Hacía frío y el clima era, tal como decía Fernando, de altura. Y en todos los sentidos. Porque Fernando parecía definitivamente instalado en la helada y solitaria cima de su gran pasión por Beatriz. Clima de altura en el que el filo casi visible de un cuchillo cortaba el aire.

-No puedo creerte- dice la abuela, esta vez yo creo que para molestar.

Vuelvo a Idir. Le digo que miraba y miraba y que, aunque lo hacía teóricamente con profundidad, parecía que sólo supiera hacer eso. Fernando, que se mantenía de un buen humor impecable, comenzó a mirar y a mirar a Idir, y finalmente no pudo más y le dijo:

-Una pregunta, amigo Idir, sólo una pregunta – era la primera vez que se dirigía a él en toda la noche -. Vamos a ver. Vamos a ver si puedes aclararme lo siguiente. La pregunta es ésta: ¿Por qué razón debemos tener dos ojos si la visión es una, y uno es el mundo? Y otra pregunta: ¿Dónde se forma la visión?, ¿en el ojo o en el cerebro? Y si es en el cerebro, ¿en cuál de sus zonas?

Le digo a la abuela que era evidente que Fernando estaba ya muy borracho. Idir sonreía diplomáticamente. También era evidente que, a pesar del buen humor de Fernando, en cualquier instante aquello podía convertirse en un polvorín. Beatriz, con su despiste habitual, no lo advirtió, y eligió precisamente ese momento para anunciar que Idir y ella iban a casarse a final de mes. Idir lo confirmó y dijo que sería en el Pilar.

-Qué mal gusto – comenta la abuela.

Le digo que esto es lo de menos y que lo importante – la voy preparando como puedo – es que vino después. Fernando bebió más, mucho más. Y cada vez estaba más simpático.

-Me has dicho que eres cubano, o no, perdona filipino, guineano, ¿de dónde diablo me has dicho que eres? – le preguntó a Idir.

Tal vez éste se sintió algo maltratado, pero no pareció concederle mayor importancia o supo disimularlo muy bien; después de todo, se notaba que Fernando había bebido mucho. Idir se limitó a decir, en un tono de voz amable, que era saharaui.

- Y del Polisario, ¿no? – preguntó Fernando con los ojos algo fuera de órbita.

- Por supuesto – contestó Idir y, tal vez para no ser tan parco como hasta entonces, se extendió algo más en la respuesta y habló de la gran tragedia que vivía su pueblo, condenado al doloroso exilio y a la guerra del desierto.

Le puso en bandeja a Fernando uno de sus temas predilectos: el del bochornoso pasado colonial español. Pero a diferencia de otras ocasiones – inocentes diatribas contra Hernán Cortés y Pizarro, la batalla de Annual o los últimos Filipinas -, y tal vez porque había bebido desmesuradamente, el lamento por el pasado y presente político de España sonaba francamente duro y desgarrador. Noté en las palabras de Fernando de una autenticidad mayor de la que estaba yo habitualmente arrugados, que me estremecí.

Idir, que no acababa de comprender muy bien lo que pasaba, seguía cargando las tintas – posiblemente ya sólo por cortesía y por no llevarle la contraria a su anfitrión – y no hacía más que enfatizar los errores de la administración colonial española, con lo cual creaba aún mayor caldo de cultivo para la excitación de Fernando que, a medida que pasaban los minutos, iba asumiendo ya en su plena totalidad los errores políticos de sus antepasados. Cada dos por tres, Idir citaba el nefasto Pacto Tripartito que condenó a su país a la guerra. Y cada vez que ocurría, Fernando se hundía aún más en su sofá, abrumado porque se sentía el único responsable de tanto error en el pasado. Hasta que en un momento determinado perdió la brújula y comenzó a cagar también con los errores coloniales de Francia.

-Qué días más bochornosos aquéllos -dijo -, días pasados a las sombras de las palmeras, con rebaños de cabras ramoneando e los bordes de las pozas y, por encima de nosotros, la noche luminosa del desierto. Qué días aquéllos más sórdidos y vergonzosos, vividos juntos a las caravanas que pernoctaban en los viejos mesones mientras nosotros, impasibles y fascistas, bebíamos sin cesar Cap Corse y leíamos Le courrier du Maroc.

Idir se sintió en la obligación de advertirle que había desplazado su sentimiento de culpa hacia el país vecino, hacia Francia, y que ésta nada tenía que ver con lo que estaban hablando. Fernando apenas le oyó. Se levantó para ir al lavabo y, al pasar junto a mí, señaló con disimulo a Beatriz u me susurró al oído:

- Nadie puede abrazar su alma. ¿Te das cuenta, Ana María?

Nadie puede abrazar el alma de nadie.

Lo dijo con desesperación. Pensé si no habría estado él representando toda una farsa para encubrir su dolor ante la boda de Beatriz. Cuando regresó del lavabo, era la palidez misma.

-Bueno – nos dijo -. Será mejor que nos acostemos. Mañana hemos de subir al Aneto.

Se había creado un cierto clima de altura junto al fuego. Aquél fue tal vez el momento de mayor intensidad de la noche. Fue también la vez que vi a Fernando con vida. Se encerró en su habitación mientras nosotros nos quedábamos un rato más en la salita comentando lo raro pero divertido que había sido todo. Mañana será otro día, dije yo. Y en ese momento sonó, seco y duro, el pistoletazo con el que él se quitó de un medio.

-Porque Fernando ha muerto – le digo de sopetón a la abuela, no he podido evitar decírselo de otra manera. Pero se lo he dicho con cierta calma y distanciamiento, eliminando todo dramatismo. Como si fuera un cuento.

La abuela me mira incrédula.

-Bueno, ¿tampoco me crees ahora?

-No – dice.

Sigue creyendo que todo es una burda invención mía. O tal vez es que simplemente prefiere ver las cosas de ese modo.

- ¿De verdad que crees que es un invento? – le digo.

- Sí – dice.

Se me ocurre que tal vez estén mejor así las cosas. Y decido resignarme a que ella no me crea, aunque es terrible porque eso aumenta mi soledad, mi desesperación.

- Fernando – concluyo ya sin ánimo, pero prefiero concluir – dejó una carta. En ella explica que, como se estaba muriendo literalmente de vergüenza, de la vergüenza de ser español, prefirió no prolongar tanto sufrimiento y darse muerte él mismo. Pero pienso que es difícil creer en la sinceridad de esas palabras. ¿Ha existido alguien alguna vez que se haya muerto realmente de vergüenza?

-Sí – dice la abuela.

- Pero yo más bien creo que hasta el último momento amó a Beatriz con todas sus fuerzas y que con esa carta tan sólo quiso encubrir el verdadero motivo por el que se mataba. Hasta el último momento lo amó en silencio desesperadamente y sin duda no deseaba turbarla y disfrazó de protesta que no ha sido más que un acto de pasión. ¿No te parece?

La abuela no responde, está vaciando su cenicero. Yo estrello otro cigarro contra el ventilador.

-¿Sigues sin creerme? - le digo.

- Te creo, Ana María, te creo.

Aunque la ve como ficción, le interesa ahora mi historia lo suficiente como para creer en ella. Algo es algo. En compensación, yo dejo que se desgarre mi realidad.

- ¿Estás convencido de que se ha matado por pasión y no por protesta? – me dice.

- Eso habría de preguntárselo a él.

- ¿Y tú no lo podrías hacer?

El cielo está muy encapotado, se oye un nuevo retumbar potentes de truenos. Cierro las ventanas para que el viento no robe mi historia.

- ¿Y tú no lo podrías hacer, Ana María?

- Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño, al hombre de mi vida.

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