viernes, 19 de febrero de 2010

Putas Asesinas

PUTAS ASESINAS
Roberto Bolaño

—Te vi en la televisión, Max, y me dije éste es mi tipo.

—(El tipo mueve la cabeza obstinadamente, intenta resoplar, no lo consigue.)

—Te vi con tu grupo. ¿Lo llamas así? Tal vez digas banda, pandilla, pero no, yo creo que lo llamas grupo, es una palabra sencilla y tú eres un hombre sencillo. Os habíais quitado las camisetas y todos exhibíais el torso desnudo, pechos jóvenes, bíceps fuertes aunque no tan musculados como quisierais, lampiños la mayoría, la verdad es que no presté mucha atención a los pechos, a los tórax de los otros sino al tuyo, algo en ti me llamó la atención, tu cara, tus ojos que miraban hacia el lugar en donde estaba la cámara (probablemente sin saber que te estaban grabando y que en nuestras casas te veíamos), unos ojos sin profundidad, distintos de los ojos que tienes ahora, infinitamente distintos de los ojos que tendrás dentro de un rato, que miraban la gloria y la felicidad, los deseos saciados y la victoria, esas cosas que sólo existen en el reino del futuro y que más vale no esperar pues nunca llegan.

—(El tipo mueve la cabeza de izquierda a derecha. Insiste con los resoplidos, suda.)

—En realidad, verte en la televisión fue como una invitación. Imagina por un instante que yo soy una princesa que espera. Una princesa impaciente. Una noche te veo, te veo porque de alguna manera te he buscado (no a ti sino al príncipe que también tú eres, y lo que representa el príncipe). Tu grupo danza con las camisetas atadas alrededor del cuello o de la cintura. Podría decirse también: enrolladas, que según los viejos más inútiles significa voluta o empedrar con rollos o cantos, pero que para mí, que soy joven e inútil, significa una prenda de vestir enrollada alrededor del cuello, del tórax o de la cintura. Los viejos y yo vamos por caminos distintos, ya lo puedes apreciar. Pero no nos distraigamos de lo que de verdad nos interesa. Todos vosotros sois jóvenes, todos ofrecéis a la noche vuestros himnos, algunos, los que encabezan las marchas, enarbolan banderas. El locutor, un pobre diablo, se queda impresionado por el baile tribal en el que tú participas. Lo comenta con el otro locutor. Están bailando, dice su voz de palurdo, como si en nuestras casas, delante del televisor, no nos diéramos cuenta. Sí, se divierten, dice el otro locutor. Otro palurdo. A ellos, en efecto, parece divertirles vuestro baile. En realidad sólo se trata de una conga. En la primera fila son ocho o nueve. En la segunda fila son diez. En la tercera fila son siete u ocho. En la cuarta fila son quince. Todos unidos por unos colores y por ir desnudos de cintura para arriba (con las camisetas atadas o enrolladas alrededor de la cintura o en el cuello o a modo de turbante en la cabeza) y por recorrer bailando (puede que la palabra bailar sea excesiva) la zona en donde previamente os han encerrado. Vuestro baile es como un relámpago en medio de la noche de primavera. El locutor, los locutores, cansados pero aún con una chispa de entusiasmo, celebran vuestra iniciativa. Recorréis las gradas de cemento de derecha a izquierda, llegáis a las vallas metálicas y retrocedéis de izquierda a derecha. Los que encabezan cada fila portan una bandera, que puede ser la de vuestros colores o la española; el resto, incluido el que cierra la fila, agita banderas de dimensiones más reducidas o bufandas o las camisetas de las que previamente os habéis despojado. La noche es primaveral, pero aún hace frío, por lo que vuestro gesto adquiere finalmente la contundencia que deseabais y que en el fondo se merece. Después las filas se deshacen, comenzáis a entonar vuestros cantos, algunos alzáis el brazo y saludáis a la romana. ¿Sabes cuál es ese saludo? Ciertamente lo sabes y si no lo sabes en este momento lo intuyes. Bajo la noche de mi ciudad, tú saludas en dirección a las cámaras de televisión y desde mi casa yo te veo y decido ofrecerte mi saludo, contestar a tu saludo.

—(El tipo niega con la cabeza, los ojos parecen llenársele de lágrimas, los hombros le tiemblan. ¿Su mirada es de amor? ¿Su cuerpo, antes que su mente, intuye lo que inevitablemente vendrá? Ambos fenómenos, el de las lágrimas y el de los temblores, pueden obedecer al esfuerzo que en ese instante realiza, vano esfuerzo, o a un sincero arrepentimiento que como una garra se prende de todos sus nervios.)

—Así pues, me quito la ropa, me quito las bragas, me quito el sujetador, me ducho, me pongo perfume, me pongo bragas limpias, me pongo un sujetador limpio, me pongo una blusa negra, de seda, me pongo mis mejores pantalones vaqueros, me pongo calcetines blancos, me pongo mis botas, me pongo una americana, la mejor que tengo, y salgo al jardín, pues para salir a la calle tengo antes que atravesar ese jardín oscuro que tanto te gustó. Todo en menos de diez minutos. Normalmente no soy tan rápida. Digamos que ha sido tu danza la que ha acelerado mis movimientos. Mientras yo me visto, tú danzas. En alguna dimensión distinta a ésta. En otra dimensión y en otro tiempo, como un príncipe y una princesa, como la llamada ígnea de los animales que se aparean en primavera, yo me visto y tú, dentro del televisor, bailas frenéticamente, tus ojos fijos en algo que podría ser la eternidad o la llave de la eternidad si no fuera porque tus ojos, al mismo tiempo, son planos, están vaciados, nada dicen.

—(El tipo asiente repetidas veces. Lo que antes eran gestos de negación o desesperación se convierten en gestos de afirmación, como si de improviso lo hubiera asaltado una idea o tuviera una nueva idea.)

—Finalmente, sin tiempo para mirarme en el espejo, para comprobar el grado de perfección de mi atuendo, aunque probablemente si hubiera tenido tiempo tampoco me habría querido ver reflejada en el espejo (lo que tú y yo hacemos es secreto), dejo mi casa con sólo la luz del porche encendida, me subo a la moto y atravieso las calles en donde gente más extraña que tú y que yo se prepara para pasar un sábado divertido, un sábado a la altura de sus expectativas, es decir un sábado triste y que no llegará jamás a encarnarse en lo que fue soñado, planeado con minuciosidad, un sábado como cualquier otro, es decir un sábado peleón y agradecido, bajito de estatura y amable, vicioso y triste. Horribles adjetivos que no me cuadran, que me cuesta aceptar, pero que en última instancia siempre admito como un gesto de despedida. Y yo y mi moto atravesamos esas luces, esos preparativos cristianos, esas expectativas sin fondo, y desembocamos en la Gran Avenida del estadio, solitaria todavía, y nos detenemos bajo los arcos de los puentes de acceso, pero fíjate qué curioso, presta atención, cuando nos detenemos la sensación que siento bajo las piernas es que el mundo sigue moviéndose, como efectivamente sucede, supongo que lo sabes, la Tierra se mueve bajo mis pies, bajo las ruedas de mi moto, y por un instante, por una fracción de segundo, el encontrarte carece de importancia, te puedes marchar con tus amigos, puedes ir a emborracharte o tomar el autobús que te devolverá a tu ciudad. Pero la sensación de abandono, como si me follara un ángel, sin penetrarme pero en realidad penetrándome hasta las tripas, es breve, y justo mientras dudo o mientras la analizo sorprendida se abren las rejas y la gente comienza a salir del estadio, bandada de buitres, bandada de cuervos.

—(El tipo agacha la cabeza. La alza. Sus ojos intentan componer una sonrisa. Sus músculos faciales se contraen en uno o varios espasmos que pueden significar muchas cosas: somos el uno para el otro, piensa en el futuro, la vida es maravillosa, no cometas una tontería, soy inocente, arriba España.)

—Al principio, buscarte es un problema. ¿Serás igual, visto a cinco metros de distancia, que en la tele? Tu altura es un problema: no sé si eres alto o de estatura mediana (bajo no eres), tu ropa es un problema: a esa hora ya empieza a hacer frío y sobre tu torso y sobre los torsos de tus compañeros nuevamente cuelgan camisetas e incluso chaquetas; alguno sale con la bufanda enrollada (como una voluta) alrededor del cuello e incluso alguno se ha cubierto media cara con la bufanda. La luna cae vertical sobre mis pisadas en el cemento. Te busco con paciencia, aunque siento al mismo tiempo la inquietud de la princesa que contempla el marco vacío donde debiera refulgir la sonrisa del príncipe. Tus amigos son un problema elevado al cubo: son una tentación. Los veo, soy vista por ellos, soy deseada, sé que me bajarían los pantalones sin pensárselo dos veces, algunos merecen sin duda mi compañía al menos tanto como tú, pero en el último instante siempre te soy fiel. Por fin, apareces rodeado de bailarines de conga, entonando himnos cuyas letras son premonitorias de nuestro encuentro, con el rostro grave, imbuido de una importancia que sólo tú sabes sopesar, ver en su exacta dimensión; eres alto, bastante más alto que yo, y tienes los brazos largos exactamente tal como me los imaginé después de verte en la tele, y cuando te sonrío, cuando te digo hola, Max, no sabes qué decir, al principio no sabes qué decir, sólo reírte, un poco menos estentóreamente que tus camaradas, pero sólo te ríes, príncipe de la máquina del tiempo, te ríes pero ya no caminas.

—(El tipo la mira, achica los ojos, trata de serenar su respiración y en la medida en que ésta se regulariza pareciera que piensa: inspirar, espirar, pensar, inspirar, espirar, pensar...)

—Entonces, en lugar de decirme no soy Max, intentas seguir con tu grupo y por un momento me domina el pánico, un pánico que en la memoria se confunde más con la risa que con el miedo. Te sigo sin saber muy bien qué haré a continuación, pero tú y tres más se detienen y se vuelven y me consideran con sus ojos fríos, y yo te digo Max, tenemos que hablar, y entonces tú me dices no soy Max, ése no es mi nombre, qué pasa, te estás quedando conmigo, me confundes con alguien o qué, y entonces yo te digo perdona, te pareces muchísimo a Max, y también te digo que quiero hablar contigo, de qué, pues de Max, y entonces tú te sonríes y te quedas ya definitivamente atrás, tus compañeros se van, te gritan el nombre del bar desde donde saldréis de esta ciudad, no hay pierde, dices tú, allí nos veremos, y tus camaradas se van haciendo cada vez más pequeños, de la misma manera que el estadio se va haciendo cada vez más pequeño, yo conduzco la moto con mano firme y aprieto el acelerador a fondo, la Gran Avenida a esta hora está casi vacía, sólo la gente que vuelve del estadio, y tú detrás de mí enlazas mi cintura, siento en mi espalda tu cuerpo que se pega como un molusco a la roca, y el aire de la avenida, en efecto, es frío y denso como las olas que conmueven al molusco, tú te pegas a mí, Max, con la naturalidad de quien intuye que el mar es no sólo un elemento hostil sino un túnel del tiempo, te enrollas a mi cintura como antes tu camiseta estaba enrollada en tu cuello, pero esta vez la conga la baila el aire que entra como un torrente por el tubo estriado que es la Gran Avenida, y tú te ríes o dices algo, tal vez hayas visto entre la gente que se desliza bajo el manto de los árboles a unos amigos, tal vez sólo estás insultando a unos desconocidos, ay, Max, tú no dices adiós ni hola ni nos vemos, tú dices consignas más viejas que la sangre, pero ciertamente no más viejas que la roca a la que te agarras, feliz de sentir las olas, las corrientes submarinas de la noche, pero seguro de no ser arrastrado por ellas.

—(El tipo murmura algo ininteligible. Una especie de baba le cae por la barbilla, aunque tal vez sólo sea sudor. Su respiración, no obstante, se ha tranquilizado.)

—Y así, indemnes, llegamos a mi casa en las afueras. Te sacas el casco, te tocas los huevos, me pasas una mano por los hombros. Tu gesto esconde una dosis insospechada de ternura y de timidez. Pero tus ojos no son todavía lo suficientemente tiernos ni tímidos. Te gusta mi casa. Te gustan mis cuadros. Me preguntas por las figuras que en ellos aparecen. El príncipe y la princesa, te contesto. Parecen los Reyes Católicos, dices. Sí, en alguna ocasión a mí también se me ha ocurrido pensarlo, unos Reyes Católicos en los límites del reino, unos Reyes Católicos que se espían en un perpetuo sobresalto, en un perpetuo hieratismo, pero para mí, para la que yo soy al menos durante quince horas diarias, son un príncipe y una princesa, los novios que atraviesan los años y que son heridos, asaeteados, los que pierden los caballos durante la cacería e incluso los que nunca han tenido caballos y huyen a pie, sostenidos por sus ojos, por una voluntad imbécil que algunos llaman bondad y otros natural buen talante, como si la naturaleza pudiera ser adjetivada, buena o mala, salvaje o doméstica, la naturaleza es la naturaleza, Max, desengáñate, y estará siempre ahí, como un misterio irremediable, y no me refiero a los bosques que se queman sino a las neuronas que se queman y al lado izquierdo o al lado derecho del cerebro que se quema en un incendio de siglos y siglos. Pero tú, ánima bendita, encuentras hermosa mi casa y encima preguntas si estoy sola y luego te sorprendes de que me ría. ¿Crees que si no estuviera sola te habría invitado a venir? ¿Crees que si no estuviera sola hubiera recorrido la ciudad de una punta a la otra en mi moto, contigo a mi espalda, como un molusco pegado a una roca mientras mi cabeza (o mi mascarón de proa) se hunde en el tiempo en el empeño único de traerte sano y salvo a este refugio, la roca verdadera, la que mágicamente se eleva desde sus raíces y emerge? Y de una manera práctica: ¿crees que habría llevado un casco de repuesto, un casco que vela tu rostro de las miradas indiscretas, si mi intención no hubiera sido traerte aquí, a mi más pura soledad?

—(El tipo agacha la cabeza, asiente, sus ojos recorren las paredes del cuarto hasta el último resquicio. Una vez más, su transpiración vuelve a manar como un río caprichoso, ¿una falla en el tiempo?, y las cejas se ven inundadas de gotas que penden, amenazantes, sobre sus ojos.)

—Tú no sabes nada de pintura, Max, pero intuyo que sabes mucho de soledad. Te gustan mis Reyes Católicos, te gusta la cerveza, te gusta tu patria, te gusta el respeto, te gusta tu equipo de fútbol, te gustan tus amigos o compañeros o camaradas, la banda o grupo o pandilla, el pelotón que te vio quedarte rezagado hablando con una tía buena a la que no conocías, y no te gusta el desorden, no te gustan los negros, no te gustan los maricas, no te gusta que te falten al respeto, no te gusta que te quiten el sitio. En fin, son tantas las cosas que no te gustan que en el fondo te pareces a mí. Nos acercamos, tú y yo, desde los extremos del túnel, y aunque lo único que vemos son nuestras siluetas seguimos caminando resueltamente hacia nuestro encuentro. En la mitad del túnel por fin podrán nuestros brazos entrelazarse, y aunque allí la oscuridad es tan grande que no podremos contemplar nuestros rostros, sé que avanzaremos sin temor y que nos tocaremos la cara (tú lo primero que me tocarás será el culo, pero eso también es parte de tu deseo de conocer mi rostro), palparemos nuestros ojos y pronunciaremos acaso una o dos palabras de reconocimiento. Entonces me daré cuenta (entonces podría darme cuenta) de que no sabes nada de pintura, pero sí de soledad, que es casi lo mismo. Algún día nos encontraremos en el medio de ese túnel, Max, y yo palparé tu cara, tu nariz, tus labios, que suelen expresar mejor que nadie tu estupidez, tus ojos vaciados, los pliegues minúsculos que se forman en tus mejillas cuando sonríes, la falsa dureza de tu rostro cuando te pones serio, cuando cantas tus himnos, esos himnos que no comprendes, tu mentón que a veces parece una piedra pero que más a menudo, supongo, parece una hortaliza, ese mentón tuyo tan típico, Max (tan típico, tan arquetípico que ahora pienso que es él quien te ha traído, quien te ha perdido). Y entonces tú y yo podremos volver a hablar, o hablaremos por primera vez, pero hasta entonces deberemos revolearnos, quitarnos nuestras ropas y enrollarlas en nuestros cuellos o en los cuellos de los muertos. Esos que viven en la voluta inmóvil.

—(El tipo llora, también pareciera que intenta hablar, pero en realidad son hipidos, espasmos provocados por el llanto los que mueven sus mejillas, sus pómulos, el lugar donde se adivinan los labios.)

—Como dicen los gángsters, no es nada personal, Max. Por supuesto, en esa aseveración hay algo de verdad y algo de mentira. Siempre es algo personal. Hemos llegado indemnes a través de un túnel del tiempo porque es algo personal. Te he elegido a ti porque es algo personal. Por descontado, nunca antes te había visto. Personalmente nunca hiciste nada contra mí. Esto te lo digo para tu tranquilidad espiritual. Nunca me violaste. Nunca violaste a nadie que yo conociera. Puede incluso que nunca hayas violado a nadie. No es algo personal. Tal vez yo esté enferma. Tal vez todo es producto de una pesadilla que no soñamos ni tú ni yo, aunque te duela, aunque el dolor sea real y personal. Sospecho, sin embargo, que el fin no será personal. El fin, la extinción, el gesto con el que todo esto se acaba irremediablemente. Y aún más, personal o impersonalmente, tú y yo volveremos a entrar en mi casa, a contemplar mis cuadros (el príncipe y la princesa), a beber cervezas, a desnudarnos, yo volveré a sentir tus manos que recorren con torpeza mi espalda, mi culo, mi entrepierna, buscando tal vez mi clítoris, pero sin saber dónde se encuentra exactamente, volveré a desnudarte, a coger tu polla con mis dos manos y a decirte que la tienes muy grande cuando en realidad no la tienes muy grande, Max, y eso deberías haberlo sabido, y volveré a metérmela en la boca y a chupártela como probablemente nadie te la había chupado, y luego te desnudaré y dejaré que tú me desnudes, una de tus manos ocupada en mis botones, la otra sosteniendo un vaso de whisky, y te miraré a los ojos, esos ojos que vi en la televisión (y que volveré a soñar) y que hicieron que fuera a ti a quien eligiera, y volveré a repetirme que no es nada personal, volveré a decirte, a decirle a tu recuerdo nauseabundo y eléctrico que no es nada personal, y aun entonces tendré mis dudas, tendré frío como ahora tengo frío, intentaré recordar todas tus palabras, hasta las más insignificantes, y no podré hallar en ellas consuelo.

—(El tipo vuelve a sacudir la cabeza con gestos de afirmación. ¿Qué intenta decir? Imposible saberlo. Su cuerpo, mejor dicho sus piernas, experimentan un fenómeno curioso: por momentos un sudor tan abundante y espeso como el de la frente las cubren, sobre todo por la cara interna, por momentos pareciera que tiene frío y la piel, desde las ingles hasta las rodillas, adquiere una textura áspera, si no al tacto sí a la vista.)

—Tus palabras, lo reconozco, han sido amables. Temo, sin embargo, que no has pensado suficientemente bien lo que decías. Y menos aún lo que yo decía. Escucha siempre con atención, Max, las palabras que dicen las mujeres mientras son folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar, pero si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que dicen y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que en realidad quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, Max, son monos ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo, son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando, indagando las palabras que nunca podrán decir. En el equívoco vivimos y planeamos nuestros ciclos de vida. Para tus amigos, Max, en ese estadio que ahora se comprime en tu memoria como el símbolo de la pesadilla, yo sólo fui una buscona extraña, un estadio dentro del estadio, al que algunos llegan después de bailar una conga con la camiseta enrollada en la cintura o en el cuello. Para ti yo fui una princesa en la Gran Avenida fragmentada ahora por el viento y el miedo (de tal modo que la avenida en tu cabeza ahora es el túnel del tiempo), el trofeo particular después de una noche mágica colectiva. Para la policía seré una página en blanco. Nadie comprenderá jamás mis palabras de amor. Tú, Max, ¿recuerdas algo de lo que dije mientras me la metías?

—(El tipo mueve la cabeza, la señal es claramente afirmativa, sus ojos húmedos dicen que sí, sus hombros tensos, su vientre, sus piernas que no dejan de moverse mientras ella no lo mira, tratando de desatarse, su yugular que palpita.)

—¿Recuerdas que dije el viento? ¿Recuerdas que dije las calles subterráneas? ¿Recuerdas que dije tú eres la fotografía? No, en realidad no lo recuerdas. Tú bebías demasiado y estabas demasiado ocupado con mis tetas y con mi culo. Y no entendiste nada, de lo contrario habrías salido corriendo a la primera oportunidad. Eso ahora te gustaría, ¿verdad, Max? Tu imagen, tu otro yo corriendo por el jardín de mi casa, saltando la verja, alejándote calle arriba a grandes zancadas, como un atleta de mil quinientos metros, a medio vestir aún, tarareando alguno de tus himnos para infundirte valor, y luego, tras veinte minutos de carrera, exhausto, en el bar donde te esperan los miembros de tu grupo o banda o peña o brigada o pandilla o como se llame, llegar y beber una jarra de cerveza, decir chavales no tenéis idea de lo que me ha ocurrido, han intentado matarme, una jodida puta del extrarradio de la ciudad, de las afueras de la ciudad y del tiempo, una puta del más allá que me vio en la tele (¡salimos en la tele!) y que me llevó en su moto y que me la chupó y que me ofreció su culo y que me dijo palabras que al principio me sonaron misteriosas pero que luego entendí, o mejor dicho sentí, una puta que me dijo palabras que sentí con el hígado y con los huevos y que al principio me parecieron inocentes o cachondas o producto de mi lanza que le llegaba hasta las entrañas, pero que luego ya no me parecieron tan inocentes, chavales, os lo voy a explicar, ella no paraba de murmurar o susurrar mientras la cabalgaba, ¿normal, no?, pero no era normal, no tenía nada de normal, una puta que susurra mientras se la follan, y entonces yo escuché lo que decía, chavales, camaradas, escuché sus putas palabras que se abrían paso como una barca en un mar de testosterona, y entonces fue como si ese mar de testosterona, ese mar de semen se estremeciera ante una voz sobrenatural, y el mar se encogió, se replegó en sí mismo, el mar desapareció, chavales, y todo el océano se quedó sin mar, toda la costa sin mar, sólo piedras y montañas, precipicios, cordilleras, fosas oscuras y húmedas de miedo, y sobre esa nada la barca siguió navegando y yo la vi con mis dos ojos, con mis tres ojos, y dije no pasa nada, no pasa nada, cariño, cagado de miedo, fosilizado de miedo, y luego me levanté intentando que no se me notara, que no se me notara el cangueli, y dije que iba al baño a desaguar el canario, a jiñar un ratito, y ella me miró como si hubiera recitado a John Donne, chavales, como si hubiera recitado a Ovidio, y yo retrocedí sin dejar de mirarla, sin dejar de mirar la barca que avanzaba inconmovible por un mar de nada y de electricidad, como si el planeta Tierra estuviera naciendo otra vez y sólo yo estuviera allí para dar fe del nacimiento, ¿pero dar fe a quién, chavales?, a las estrellas, supongo, y cuando me vi en el pasillo fuera del alcance de su mirada, de su deseo, en vez de abrir la puerta del baño me deslicé hasta la puerta de la calle y atravesé el jardín rezando y salté la tapia y me puse a correr calle arriba como el último atleta de Maratón, el que no trae noticias de victoria sino de derrota, el que no es escuchado ni celebrado ni nadie le tiende un cuenco de agua, pero que llega vivo, chavales, y que además comprende la lección: en ese castillo no entraré, esa senda no la recorreré, esas tierras no atravesaré. Aunque me señalen con el dedo. Aunque todo esté en mi contra.

—(El tipo mueve la cabeza afirmativamente. Está claro que quiere dar a entender su conformidad. El rostro, debido al esfuerzo, se le enrojece notablemente, las venas se hinchan, los ojos se le desorbitan.)

—Pero tú no escuchaste mis palabras, no supiste discernir de mis gemidos aquellas palabras, las últimas, que acaso te hubieran salvado. Te escogí bien. La televisión no miente, ésa es su única virtud (ésa y las viejas películas que dan de madrugada), y tu rostro, junto a la valla metálica, después de la conga aplaudida unánimemente, me anticipaba (me apresuraba) el desenlace inevitable. Te he traído en mi moto, te he desnudado, te he dejado inconsciente, te he atado de manos y de pies a una vieja silla, te he puesto un esparadrapo en la boca no porque tema que tus gritos alerten a nadie sino porque no deseo escuchar tus palabras de súplica, tus lamentables balbuceos de perdón, tu débil garantía de que tú no eres así, de que todo era un juego, de que estoy equivocada. Posiblemente estoy equivocada. Posiblemente todo sea un juego. Posiblemente tú no seas así. Pero es que nadie es así, Max. Yo tampoco era así. Por supuesto, no te voy a hablar de mi dolor, un dolor que tú no has provocado, al contrario, tú has provocado un orgasmo. Has sido el príncipe perdido que ha provocado un orgasmo, puedes sentirte satisfecho. Y yo te di la oportunidad de escapar, pero tú fuiste también el príncipe sordo. Ahora ya es tarde, está amaneciendo, debes de tener las piernas entumecidas, acalambradas, tus muñecas están hinchadas, no deberías haberte movido tanto, cuando empezamos te lo advertí, Max, esto es inevitable. Acéptalo de la mejor manera que puedas. Ahora no es hora de llorar ni de recordar congas, amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de ti y tratar de comprender que a veces uno se marcha inesperadamente. Estás desnudo en mi cámara de los horrores, Max, y tus ojos siguen el movimiento pendular de mi navaja, como si ésta fuera un reloj o el cuco de un reloj de pared. Cierra los ojos, Max, no hace falta que sigas mirando, cierra los ojos y piensa con todas tus fuerzas en algo bonito...

—(El tipo en vez de cerrar los ojos los abre con desesperación y todos sus músculos se disparan en un último esfuerzo: su impulso es tan violento que la silla a la que está fuertemente atado cae con él al suelo. Se golpea la cabeza y la cadera, pierde el control del esfínter y no retiene la orina, sufre espasmos, el polvo y la suciedad de las baldosas se adhieren a su cuerpo mojado.)

—No te voy a levantar, Max, estás bien así. Mantén los ojos abiertos o ciérralos, es igual, piensa en algo bonito o no pienses en nada. Está amaneciendo pero para el caso lo mismo daría que estuviera anocheciendo. Tú eres el príncipe y llegas en la mejor hora. Eres bienvenido no importa cómo vengas ni de dónde vengas, si te ha traído una moto o has llegado por tu propio pie, si sabes lo que te aguarda o lo ignoras, si apareciste mediante engaños o a sabiendas de que te enfrentabas con tu destino. Tu rostro, que hasta hace poco sólo era capaz de expresar estupidez o rabia u odio, ahora se recompone y sabe expresar aquello que sólo es posible adivinar en el interior de un túnel, en donde confluyen y se mezclan el tiempo físico y el tiempo verbal. Avanzas resuelto por los pasillos de mi palacio deteniéndote apenas los segundos necesarios para contemplar las pinturas de los Reyes Católicos, para beber un vaso de agua cristalina, para tocar con la yema de los dedos el azogue de los espejos. El castillo está silencioso sólo en apariencia, Max. Por momentos crees que estás solo, pero en el fondo sabes que no estás solo. Dejas atrás tu mano levantada, tu torso desnudo, tu camiseta enrollada alrededor de la cintura, tus himnos guerreros que evocan la pureza y el futuro. Este castillo es tu montaña, que tendrás que escalar y conocer con todas tus fuerzas pues después ya no habrá nada, la montaña y su ascensión te costarán el precio más alto que tú puedas pagar. Piensa ahora en lo que dejas, en lo que pudiste dejar, en lo que debiste dejar y piensa también en el azar, que es el mayor criminal que jamás pisó la Tierra. Despójate del miedo y del arrepentimiento, Max, pues ya estás dentro del castillo y aquí sólo existe el movimiento que ineluctablemente te llevará a mis brazos. Ahora estás en el castillo y oyes sin volverte las puertas que se cierran. Avanzas en medio del sueño por pasillos y salas de piedra desnuda. ¿Qué armas llevas, Max? Sólo tu soledad. Sabes que en algún lugar te estoy esperando. Sabes que yo también estoy desnuda. Por momentos sientes mis lágrimas, ves el fluir de mis lágrimas por la piedra oscura y crees que ya me has encontrado, pero la habitación está vacía y eso te desconsuela y al mismo tiempo te enardece. Sigue subiendo, Max. La siguiente habitación está sucia y no parece la de un castillo. Hay un viejo televisor que no funciona y un catre con dos colchones. Alguien llora en alguna parte. Ves dibujos infantiles, ropa vieja cubierta de moho, sangre seca y polvo. Abres otra puerta. Llamas a alguien. Le dices que no llore. Sobre el polvo del pasillo van quedando tus pisadas. Por momentos crees que las lágrimas gotean del techo. No tiene importancia. Para el caso lo mismo daría que brotaran de la punta de tu polla. Por momentos todas las habitaciones parecen la misma habitación estragada por el tiempo. Si miras el techo creerás ver una estrella o un cometa o un reloj de cuco surcando el espacio que dista de los labios del príncipe a los labios de la princesa. Por momentos todo vuelve a ser como siempre. El castillo es oscuro, enorme, frío, y tú estás solo. Pero sabes que hay otra persona escondida en alguna parte, sientes sus lágrimas, sientes su desnudez. En sus brazos te aguarda la paz, el calor, y en esa esperanza avanzas, sorteas cajas llenas de recuerdos que nadie volverá a mirar, maletas con ropa vieja que alguien olvidó o no quiso tirar a la basura, y de vez en cuando la llamas, a tu princesa, ¿dónde estás?, dices con el cuerpo aterido de frío, haciendo castañetear los dientes, justo en medio del túnel, sonriendo en la oscuridad, tal vez por primera vez sin miedo, sin ánimo de provocar miedo, animoso, exultante, lleno de vida, tanteando en la oscuridad, abriendo puertas, cruzando pasillos que te acercan a las lágrimas, en la oscuridad, guiándote únicamente por la necesidad que tu cuerpo tiene de otro cuerpo, cayendo y levantándote, y por fin llegas a la cámara central, y por fin me ves y gritas. Yo estoy quieta y no sé de qué naturaleza es tu grito. Sólo sé que por fin nos hemos encontrado, y que tú eres el príncipe vehemente y yo soy la princesa inclemente.

martes, 26 de enero de 2010

Gomez Palacios

Gomez Palacios
Autor:
Roberto Bolaño
Libro:
Putas asesinas

Fui a Gómez Palacio en una de las peores épocas de mi vida. Tenía veintitrés años y sabía que mis días en México estaban contados. Mi amigo Montero, que trabajaba en Bellas Artes, me consiguió un trabajo en el taller de literatura de Gómez Palacio, una ciudad con un nombre horrible. El empleo acarreaba una gira previa, digamos una forma agradable de entrar en materia, por los talleres que Bellas Artes tenía diseminados en aquella zona. Primero unas vacaciones por el norte, me dijo Montero, luego te vas a trabajar a Gómez Palacio y te olvidas de todo. No sé por qué acepté. Sabía que bajo ninguna circunstancia me iba a quedar a vivir en Gómez Palacio, sabía que no iba a dirigir un taller de literatura en ningún pueblo perdido del norte de México.

Una mañana partí del DF en un autobús atestado de gente y dio comienzo mi gira. Estuve en San Luis Potosí, en Aguascalientes, en Guanajuato, en León, las nombro en desorden, no sé en qué ciudad estuve primero ni cuántos días permanecí allí. Luego estuve en Torreón y en Saltillo. Estuve en Durango.

Finalmente llegué a Gómez Palacio y visité las instalaciones de Bellas Artes, conocí a los que iban a ser mis alumnos. Temblaba todo el tiempo pese al calor que hacía. La directora, una mujer de ojos saltones, regordeta, de mediana edad, que llevaba un gran vestido estampado con casi todas las flores del estado, me instaló en un motel de las afueras, un motel espantoso en medio de una carretera que no llevaba a ninguna parte.

A media mañana iba ella misma a recogerme. Tenía un coche enorme, de color azul cielo, y manejaba tal vez de una forma un tanto temeraria, aunque en líneas generales se podría decir que no lo hacía mal. El coche era automático y sus pies apenas llegaban a los pedales. Invariablemente lo primero que hacíamos era ir a un restaurante de carretera que se divisaba a lo lejos desde mi motel, una protuberancia rojiza en el horizonte amarillo y azul, a tomar unos jugos de naranja y huevos a la mexicana, seguidos de varias tazas de café, que la directora pagaba con vales de Bellas Artes (supongo), nunca con dinero. Luego se reclinaba en el asiento y se ponía a hablar de su vida en aquella ciudad del norte y de su poesía, que había publicado en la pequeña editorial que Bellas Artes sufragaba en el estado, y de su marido, que no entendía el oficio de poetisa ni los dolores que tal oficio conllevaba. Mientras ella hablaba yo no dejaba de fumar un Bali detrás de otro y miraba por la ventana la carretera y pensaba en el desastre que era mi vida. Después volvíamos a montar en su coche y nos desplazábamos hasta la sede social de Bellas Artes en Gómez Palacio, un edificio de dos plantas sin ningún atractivo salvo un patio de tierra donde sólo había tres árboles, un jardín deshecho o a medio rehacer por el que pululaban como zombis los adolescentes que estudiaban pintura, música, literatura. La primera vez casi no le presté atención al patio. La segunda vez me puse a temblar. Todo aquello no tenía sentido, pensaba, pero en el fondo sabía que tenía sentido y ese sentido era el que me desgarraba, para utilizar una expresión un tanto exagerada que yo, sin embargo, no consideraba exagerada. Tal vez confundía entonces sentido con necesidad. Tal vez sólo estaba nervioso. Por las noches me costaba dormir. Tenía pesadillas. Antes de meterme en la cama me aseguraba de que las puertas y las ventanas de mi habitación estuvieran herméticamente cerradas. Se me secaba la boca y la única solución era beber agua. Me levantaba continuamente e iba al baño a llenarme el vaso con agua. Ya que
estaba levantado aprovechaba para comprobar una vez más si había cerrado bien la puerta y las ventanas. A veces me olvidaba de mis aprensiones y me quedaba junto a la ventana observando el desierto de noche. Luego volvía a la cama y cerraba los ojos, pero como había bebido tanta agua no tardaba en levantarme de nuevo, esta vez para orinar. Y ya que me había levantado volvía a comprobar las cerraduras de la habitación y volvía a quedarme quieto escuchando los ruidos lejanos del desierto (motores en sordina, coches que iban hacia el norte o hacia el sur) o mirando la noche a través de la ventana. Hasta que amanecía y entonces por fin podía dormir algunas horas seguidas, dos o tres como mucho.

Una mañana, mientras desayunábamos, la directora me preguntó por el color de mis ojos. Están así porque duermo poco, le dije. Sí, están enrojecidos, dijo ella, y cambió de tema. Esa misma tarde, cuando me llevaba de vuelta al motel me preguntó si quería conducir yo durante un rato. No sé manejar, le dije. Ella se puso a reír y frenó junto al arcén. Un camión frigorífico pasó a nuestro lado. Sobre un fondo blanco alcancé a leer en grandes letras azules: CARNES DE LA VIUDA PADILLA. Venía de Monterrey y el conductor nos miró con un interés que me pareció desmedido. La directora abrió su portezuela y se bajó. Ponte en el asiento del conductor, dijo. La obedecí. Mientras asía el volante la vi dar la vuelta por la parte delantera. Luego se puso en el asiento del copiloto y me ordenó que nos fuéramos.

Durante mucho rato conduje por la banda gris que unía Gómez Palacio con mi motel. Al llegar a éste no me detuve. Miré a la directora, sonreía, no le importaba que condujera un rato más. Al principio los dos observábamos la carretera en silencio. Cuando dejamos atrás el motel ella se puso a hablar de su poesía, de su trabajo y de su poco comprensivo marido. Cuando se quedó sin palabras encendió el radiocassette y puso una cinta de una cantante de rancheras. Tenía una voz triste que siempre iba un par de notas por delante de la orquesta. Soy su amiga, dijo la directora. No la entendí. ¿Qué?, dije. Soy íntima amiga de la cantante, dijo la directora. Ah. Es de Durango, dijo. Ya has estado allí, ¿no? Sí, estuve en Durango, dije. ¿Y qué tal los talleres de literatura? Peores que aquí, dije como cumplido aunque ella no pareció considerarlo así. Es de Durango, pero vive en Ciudad Juárez, dijo. A veces, cuando va a su ciudad natal para ver a su madre, me telefonea y yo saco tiempo de donde sea y me voy a pasar unos días con ella en Durango. Qué bien, dije sin quitar los ojos de la carretera. Me alojo en su casa, en la casa de su madre, dijo la directora. Dormimos las dos en su habitación y nos pasamos horas hablando y escuchando sus discos. De vez en cuando cualquiera de las dos va a la cocina y prepara un cafecito. Yo suelo llegar con galletas La Regalada, que a ella le gustan más que cualquier otra clase de galletas. Y tomamos café y comemos galletas. Nos conocemos desde que teníamos quince años. Es mi mejor amiga.

En el horizonte vi unos montes bajos entre los cuales se perdía la carretera. Por el este empezaba a aparecer la noche. ¿De qué color es el desierto de noche?, me había preguntado días atrás en el motel. Era una pregunta retórica y estúpida en la que cifraba mi futuro, o tal vez no mi futuro sino mi capacidad para aguantar el dolor que sentía. Una tarde, en el taller de literatura de Gómez Palacio, un muchacho me preguntó por qué escribía poesía y hasta cuándo lo pensaba hacer. La directora no estaba presente. En el taller había cinco personas, los únicos cinco alumnos, cuatro muchachos y una muchacha. Dos de ellos vestían con una humildad extrema. La chica era bajita y flaca y su ropa era más bien vulgar. El que hizo la pregunta hubiera debido estar estudiando en la universidad, pero en lugar de eso trabajaba de obrero en una fábrica de jabones, la más grande (y probablemente la única) del estado. Otro de los muchachos era mesero en un restaurante italiano. Los otros dos iban a la prepa y la muchacha ni estudiaba ni trabajaba. Por azar, le respondí. Durante un rato los seis nos quedamos callados. Sopesé la posibilidad de trabajar en Gómez Palacio, de vivir allí para siempre. Había visto en el patio a un par de alumnas de pintura que me parecieron bonitas. Con suerte podía casarme con una de ellas. La más bonita de las dos parecía también la más convencional. Imaginé un noviazgo largo y complicado. Imaginé una casa oscura y fresca y un jardín lleno de plantas. ¿Y hasta cuándo piensa escribir?, dijo el muchacho que hacía jabones. Hubiera podido responderle cualquier cosa. Opté por la más sencilla: no lo sé, dije. ¿Y tú? Yo empecé a escribir porque la poesía me hace más libre, maestro, y nunca lo voy a dejar, dijo con una sonrisa que apenas ocultaba su orgullo y su determinación. La respuesta estaba viciada por la vaguedad, por un afán declamatorio. Detrás de esa respuesta, sin embargo, vi al obrero del jabón, no como era ahora sino como había sido cuando tenía quince años o tal vez doce, lo vi corriendo o caminando por calles suburbiales de Gómez Palacio bajo un cielo que se asemejaba a un alud de piedras. Y también vi a sus compañeros: me pareció imposible que sobrevivieran. Eso era, pese a todo, lo más natural. Después leímos poesías. De ellos la única que tenía algo de talento era la muchacha. Pero yo ya no estaba seguro de nada. Cuando salimos, la directora me estaba esperando junto a dos tipos que resultaron ser funcionarios del estado de Durango. No sé por qué, pensé que eran policías y que habían ido a detenerme. Los muchachos se despidieron de mí y se marcharon, la chica flacucha con un chico y los otros tres solos. Los vi atravesar un pasillo de paredes desconchadas. Los seguí hasta la puerta, como si hubiera olvidado decirle algo a uno de ellos. Allí los vi perderse por los dos extremos de aquella calle de Gómez Palacio. Entonces la directora dijo: es mi mejor amiga, y luego se calló. La carretera había dejado de ser una línea recta. Por el espejo retrovisor vi un muro enorme que se alzaba tras la ciudad que dejábamos atrás. Tardé en reconocer que era la noche. En el radiocassette la cantante empezó a gorjear otra canción. Hablaba de una población perdida en el norte de México en donde todo el mundo era feliz, menos ella. Me pareció que la directora estaba llorando. Un llanto silencioso y digno, pero incontenible. Sin embargo no podía confirmarlo. Mis ojos no se apartaban ni un segundo de la carretera. Luego la directora sacó un pañuelo y se sonó. Encienda los faros, oí que me decía con una voz apenas audible. Seguí conduciendo.

Encienda las luces del carro, repitió, y sin esperar una respuesta se inclinó sobre el tablero y encendió ella misma las luces. Reduzca la velocidad, dijo al cabo de un rato, con la voz más firme, mientras la cantante entonaba las notas finales de su canción. Una canción muy triste, dije por decir algo.

El coche quedó aparcado a un lado de la carretera. Abrí la puerta y me bajé: aún no estaba del todo oscuro, pero ya no era de día. Las tierras a mi alrededor, los montes en los que se perdía la carretera, eran de un color amarillo oscuro tan intenso como no he visto nunca. Como si esa luz (pero no era luz, sólo era un color) estuviera grávida de algo que no sabía qué era pero que muy bien hubiera podido ser la eternidad. Me dio vergüenza pensar algo semejante. Estiré las piernas. Un coche pasó junto a mí tocando el claxon. Le menté la madre con un gesto. Tal vez no fue sólo un gesto. Tal vez grité chinga tu madre y el conductor me vio o me oyó. Pero eso, como casi todo en esta historia, es improbable. Cuando pienso en él, además, lo único que veo es mi imagen congelada en su espejo retrovisor, todavía tengo el pelo largo, soy flaco, llevo una chaqueta de mezclilla y unas gafas demasiado grandes, unas gafas asquerosas. El coche frenó unos metros más adelante y se quedó quieto. Nadie salió, tampoco puso marcha atrás, no volví a oír el claxon, pero su presencia parecía hinchar el espacio que ahora de alguna manera compartíamos. Con prudencia, me encaminé hacia donde estaba la directora. Ella bajó la ventanilla y me preguntó qué había pasado. Tenía los ojos más saltones que nunca. Le dije que no lo sabía. Es un hombre, dijo ella, y se movió para ponerse en el asiento del conductor. Ocupé el asiento que ella había dejado libre. Estaba caliente y húmedo, como si la directora tuviera fiebre. A través de la ventanilla pude ver la silueta de un hombre, la nuca de alguien que miraba, como nosotros, la línea de la carretera que empezaba a serpentear hacia los montes. Es mi marido, dijo la directora sin dejar de mirar el coche detenido y como si hablara consigo misma. Luego puso la otra cara de la cinta y subió el volumen. Mi amiga a veces me llama por teléfono, dijo, cuando se va de gira por ciudades desconocidas. Una vez me llamó desde Ciudad Madero, estuvo toda la noche cantando en un local del sindicato petrolero y me llamó a las cuatro de la mañana. Otra vez me llamó desde Reinosa. Qué bien, dije yo. No, ni bien ni mal, dijo la directora. Simplemente me llama. A veces tiene esa necesidad. Cuando contesta mi marido ella cuelga el teléfono.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada. Me imaginé al marido de la directora con el teléfono en la mano. Coge el teléfono, dice bueno, quién es, luego escucha que del otro lado cuelgan y él también cuelga, casi como un acto reflejo. Le pregunté a la directora si quería que bajara y fuera a decirle algo al conductor del otro coche. No es necesario, dijo. Me pareció una respuesta razonable, aunque en realidad era una respuesta enloquecida. Le pregunté qué creía que iba a hacer su marido, si es que en verdad era su marido. Permanecerá aquí hasta que nos vayamos, dijo la directora. Entonces lo mejor sería irnos ya mismo, dije yo. La directora pareció sumirse en sus pensamientos, aunque en realidad, lo adiviné mucho más tarde, lo único que hizo fue cerrar los ojos y literalmente beber hasta la última gota de la canción que su amiga de Durango entonaba. Después encendió el motor y avanzó lentamente hasta pasar junto al coche detenido unos metros más adelante. Miré por la ventanilla. El conductor en ese momento me dio la espalda y no pude verle la cara. ¿Estás segura de que era tu marido?, le pregunté cuando el coche ya se perdía otra vez en dirección a los cerros. No, dijo la directora, y se echó a reír. Creo que no era. Yo también me puse a reír. El carro se parecía al de él, dijo entre hipidos de risa, pero me parece que no era él. ¿Sólo te parece?, dije yo. A menos que haya cambiado la matrícula, dijo la directora. Comprendí en ese momento que todo había sido una broma y cerré los ojos. Después salimos de los cerros y entramos en el desierto, una planicie que barrían las luces de los coches que iban al norte o en dirección a Gómez Palacio. Ya era de noche. Mira, dijo la directora, vamos a llegar a un sitio muy especial. Ésa fue la palabra que empleó. Muy especial. Quería que vieras esto, dijo, a mí es lo que más me gusta de mi tierra. El coche salió de la carretera y se detuvo en una suerte de zona de descanso, aunque en realidad aquello no era nada, sólo tierra y un espacio grande para estacionar camiones. A lo lejos brillaban las luces de algo que podía ser un pueblo o un restaurante. No bajamos. La directora me indicó un punto impreciso. Un tramo de carretera que debía de estar a unos cinco kilómetros de donde nos encontrábamos, tal vez menos, tal vez más. Incluso pasó un paño por la ventanilla delantera para que viera mejor. Miré: vi faros de automóviles, por los giros de las luces aquello tal vez fuera una curva. Y luego vi el desierto y vi unas formas verdes. ¿Lo has visto?, dijo la directora. Sí, luces, respondí. La directora me miró: sus ojos saltones brillaban como seguramente brillan los ojos de los animales pequeños del estado de Durango, de los alrededores inhóspitos de Gómez Palacio. Luego volví a mirar hacia donde ella indicaba: primero no vi nada, sólo oscuridad, el resplandor de aquel pueblo o restaurante desconocido, después pasaron algunos automóviles y sus haces de luz partieron el espacio con una lentitud exasperante. Una lentitud exasperante que sin embargo ya no nos afectaba. Y después vi cómo la luz, segundos después de que el coche o el camión de transporte hubiera pasado por aquel lugar, se volvía sobre sí misma y quedaba suspendida, una luz verde que parecía respirar, por una fracción de segundo viva y reflexiva en medio del desierto, sueltas todas las ataduras, una luz que se asemejaba al mar y que se movía como el mar, pero que conservaba toda la fragilidad de la tierra, una ondulación verde, portentosa, solitaria, que algo en aquella curva, un letrero, el techo de un galpón abandonado, unos plásticos gigantescos extendidos en la tierra, debían de producir, pero que ante nosotros, a una distancia considerable, aparecía como un sueño o un milagro, que son, a fin de cuentas, la misma cosa. Después la directora puso el motor en marcha, dio la vuelta y volvimos al motel.

Al día siguiente yo debía marcharme al DF. Cuando llegamos la directora se bajó del coche y me acompañó un trecho. Antes de llegar a mi habitación me dio la mano y se despidió de mí. Sé que sabrás perdonar mis extravíos, dijo, al fin y al cabo los dos somos lectores de poesía. Le agradecí que no hubiera dicho que los dos éramos poetas. Cuando entré en mi habitación encendí la luz, me saqué la chaqueta, bebí agua directamente del grifo. Luego me acerqué a la ventana. En el aparcamiento del motel aún estaba el coche de ella. Abrí la puerta y un soplo de aire del desierto me dio de lleno en la cara. El coche estaba vacío. Un poco más allá, junto a la carretera, como quien contempla un río o un paisaje extraterrestre, vi a la directora, con los brazos un poco levantados, como si estuviera hablando con el aire o recitando, o como si de nuevo fuera una niña y estuviera jugando a las estatuas.

No dormí bien. Cuando amaneció ella misma me vino a buscar. Me acompañó hasta la estación de autobuses y me dijo que si finalmente decidía aceptar el trabajo sería bienvenido en el taller. Le dije que me lo tenía que pensar. Ella dijo que eso estaba bien, que había que pensar las cosas. Luego dijo: un abrazóte. Me incliné y la abracé. El asiento que me tocó daba al otro lado, así que no la pude ver cuando se marchó. Sólo recuerdo vagamente su figura, allí detenida, mirando el autobús o tal vez mirando su reloj de pulsera. Después tuve que sentarme porque otros viajeros pasaban por el pasillo o se acomodaban en los asientos de al lado y cuando volví a mirar ya no estaba.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Diles a las mujeres que nos vamos

Diles a las mujeres que nos vamos
Autor: Raymond Carver

Bill Jamison había sido siempre el mejor amigo de Jerry Roberts. Ambos habían crecido en la zona sur, cerca del viejo parque de atracciones. Habían ido juntos a la escuela primaria y luego a la secundaria, y más tarde entraron en Eisenhower, donde hicieron cuanto estuvo en su mano para tener el mayor número de profesores comunes, se intercambiaron camisas y suéteres y pantalones con pinzas, y salieron y fornicaron con las mismas chicas, e hicieron todas esas cosas que suelen salir al paso normalmente.

En el verano conseguían trabajos juntos: macerar melocotones, recoger cerezas, deshebrar lúpulo, cualquier cosa que les proporcionase algo de dinero y en donde no hubiera que soportar a un patrón al acecho. Y compraron un coche a medias. El verano anterior a su ultimo curso, juntaron el dinero y se compraron un Plymouth rojo del 54 por 325 dólares.
Lo compartieron. Y todo salió perfectamente.

Pero Jerry se casó antes de que finalizara el primer semestre, y abandonó los estudios para tomar un empleo fijo en el centro comercial Robby`s.

En cuanto a Bill, también el había salido con la chica. Carol, se llamaba, y se llevaba muy bien con Jerry, y Bill iba a visitarlos siempre que podía. Tener amigos casados le hacía sentirse mayor. Solía ir a almorzar o a cenar, y escuchaban a Elvis o a Bill Haley y los Comets.

Pero a veces Carol y Jerry empezaban a ponerse a tono sin importarles que Bill se levantaba y se excusaba y se iba andando hasta la estación de servicio Dezorn`s a tomarse una Coca – Cola, pues en el apartamento de Jerry no había más que una cama abatible en la sala de estar. O bien ellos se metían en el cuarto de baño y Bill se iba a la cocina y fingía interesarse por la alacena o el frigorífico mientras trataba de no escuchar.

Así que Bill empezó a no ir tan a menudo; y, después de graduarse en junio, consiguió un empleo en la fábrica Darigold y se alistó en la Guardia Nacional. Al cabo de un año tenía a su cargo su propia ruta lechera y mantenía relaciones formales con Linda. De modo que Bill y Linda iban a visitar a Jerry y Carol, y bebían cerveza y oían discos.

Carol y Linda se llevaban bien, y a Bill le halagó que Carol le dijera – así, confidencialmente- que Linda era una "auténtica persona".

También a Jerry le gustaba Linda.

-Es estupenda - comentó Jerry.

Cuando Bill y Linda se casaron, Jerry fue el padrino de boda. La fiesta, naturalmente, fue en el Donelly Hotel, y Jerry y Bill se cogieron del brazo y se bebieron el ponche de un trago y se despacharon a gusto con toda clase de diabluras. Pero en determinado momento, en medio de toda aquella alegría, Bill miró a Jerry y pensó en lo mucho que había envejecido, pues tenía veintidós años y aparentaba muchos más. Para entonces tenía ya dos hijos y había ascendido en Robby´s a adjunto a la gerencia, y había otro retoño en camino.

Se veían todos los sábados y domingos, y más a menudo si había una fiesta. Cuando hacía buen tiempo, Bill y Linda iban a casa de Jerry, y asaban perritos calientes en la barbacoa, mientras dejaban a los niños en la piscina portátil que Jerry había conseguido por cuatro perras – al igual que tantas otras cosas - en el centro comercial donde trabajaba.

Jerry tenía una bonita casa. Estaba sobre una colina desde donde se divisaba el Naches. Había otras casas en las cercanías, pero no muy próximas. A Jerry le iban las cosas a pedir de boca. Cuando Bill y Linda y Jerry y Carol se reunían, lo hacían siempre en casa de Jerry, pues era él quien tenía la barbacoa y los discos y la chiquillería que no paraba de dar la lata.

Sucedió un domingo en casa de Jerry.

Las mujeres estaban en la cocina preparando las cosas. Las hijas de Jerry jugaban en el jardín. Lanzaban una pelota de plástico a la piscinita, chillaban y se metían a chapotear detrás de ella.
Jerry y Bill, echados en las tumbonas del patio, bebían cerveza y descansaban.

Bill llevaba el peso de la conversación: hablaba de gente que conocían, de Darigold, del Pontiac Catalina de cuatro puertas que pensaba comprarse.

Jerry miraba fijamente el tendedero, o el Chevy descapotable del 68 que estaba en el garaje. Bill pensó que Jerry iba a acabar por quedarse ensimismado, mirando como miraba todo el tiempo fijamente y sin decir esta boca es mía.

Bill se movió en su tumbona y encendió un cigarrillo.

Preguntó:

-¿Te sucede algo, muchacho? Quiero decir… ya sabes.

Jerry acabó su cerveza y aplastó la lata. Se encogió de hombros.

- Ya sabes – dijo.

Bill asintió con la cabeza.

Luego Jerry propuso:
- ¿Qué tal si nos damos una vuelta?
- Me parece perfecto – aprobó Bill – Les diré a las mujeres que nos vamos.

Tomaron la carretera del río Naches rumbo a Gleed. Conducía Jerry. El día era cálido y soleado, y el aire azotaba el interior del coche.

-¿Adónde vamos? – preguntó Bill.

- Vamos a echar unas partidas de billar.

- Estupendo – celebró Bill. Se sentía mucho mejor viendo a Jerry animado.

- Hay que salir de vez en cuando – se justificó Jerry. Miró a Bill-. ¿Me entiendes, no?

Sí, Bill le entendía. Le gustaba ir con los compañeros de la fábrica a jugar en la liga de bolos del viernes por la noche. Le gustaba irse un par de veces a la semana después del trabajo a tomarse unas cervezas con Jack Broderick. Sabía que los jóvenes tienen que salir de vez en cuando.

-Al pie del cañón- dijo Jerry mientras tomaba la pista de grava que conducía al Rec center.

Entraron. Bill sostuvo la puerta para que pasara Jerry, y al pasar Jerry le dio un puñetazo suave en el estómago.

-¿Qué hay, gente?

Era Riley.

-Eh, ¿Cómo estáis, chicos?

Riley salía de detrás de la barra sonriendo abiertamente. Era un hombre corpulento. Llevaba una camisa hawaiana de manga corta que le colgaba fuera de los tejanos. Riley repitió:

-¿Cómo estáis, chicos?

-Venga, calla y ponnos un par de Olys- pidió Jerry, guiñando un ojo a Bill-. ¿Y tú cómo estás, Riley?

-Preguntó Jerry.

Riley continuó:

-¿Cómo os va, chicos? ¿Dónde os habíais metido?

¿Tenéis algún lío de faldas? La última vez que te vi, Jerry, tenías a la parienta de seis meses.

Jerry se quedó quieto unos instantes, y pestañeó.

-¿Qué hay de esos Olys?-insistió Bill.

Se sentaron en unos taburetes cerca de la ventana.

Jerry comentó:

-¿Qué local es éste, Riley, sin una sola chica un domingo por la tarde?

Riley rió. Contestó:

-Imagino que están todas en la iglesia rezan do para conseguir un macho.

Se tomaron cinco latas de cerveza cada uno y tardaron dos horas en jugar tres partidas de turnos y dos de Billar ruso. Riley, sentado en un taburete, hablaba y miraba cómo jugaban. Bill no paraba de mirar primero su reloj y luego a Jerry.

Bill saltó:

-¿Bueno, en qué piensas, Jerry? Repito, ¿en qué piensas?

Jerry acabó la lata, la aplastó y se quedó un momento dándole vueltas en la mano.

Una vez en la carretera, Jerry empezó a pisarle a fondo: a veces ponía el coche a ciento treinta y ciento cuarenta kilómetros por hora. Acababan de adelantar a una vieja furgoneta cargada de muebles cuando vieron a las dos chicas.

-¡Mira eso!- exclamó Jerry, reduciendo la marcha-. Ya haría yo algo con ellas.

Jerry siguió como un kilómetro y salió de la carretera.

-Volvamos –propuso-. Intentémoslo.

-joder –dudó Bill-. No sé.

-Yo les haría algo- insistió Jerry.

Bill remoloneó:

-Sí. Pero no sé…

-Joder, venga- le apremió Jerry.

Bill miró el reloj y luego miró en torno. Dijo: -Suelta el rollo tú. Yo estoy desentrenado.
Jerry hizo sonar la bocina mientras giraba en redondo.

Cuando se acercó a la altura de las chicas redujo la velocidad. Hizo entrar el Chevy en el arcén. Las chicas siguieron pedaleando en dirección opuesta, pero se miraron la una a la otra y rieron. La que ocupaba el borde de la pista era alta y esbelta y tenía el pelo oscuro; la otra era rubia y más menuda. Ambas llevaban shorts y blusas al descubierto la espalda.

-Putas- masculló Jerry.

Esperó que pasaran los coches para cruzar y tomar la dirección contraria.

-La morena es para mí-decidió. Añadió-: la pequeña es tuya.

Bill se echó hacia atrás en su asiento y se tocó el puente de las gafas de sol.

-Ésas no van a hacer nada- auguró.

-Pronto las tendrás a tu lado- le contradijo Jerry.

Cruzó la autopista y dio marcha atrás.

-Prepárate- anunció.

-Hola – dijo Bill cuando alcanzaron las bicicletas-.

Me llamo Bill.

-Muy bonito- dijo la morena.

-¿Adónde vais? –preguntó Bill.

Las chicas no respondieron. La pequeña rió. Siguieron pedaleando y Jerry siguió conduciendo.

Eh, venga. ¿Adónde vais?- insistió Bill.

-A ningún sitio- contestó la pequeña.

-¿Y dónde es ningún sitio?

- Ya te gustaría saberlo –coqueteó la pequeña.

-Te he dicho mi nombre –respondió Bill-. ¿Cuál es el tuyo? Éste se llama Jerry.

Las chicas se miraron y rieron.

Apareció un coche a la zaga. El conductor tocó el claxon.

-¡A la mierda! –gritó Jerry.

Aceleró hasta despegarse de las bicicletas y dejó que el coche lo adelantara. Luego retrocedió hasta situarse al lado de las chicas.

Bill propuso:

-Os damos un paseo. Os llevamos a donde queráis. Lo prometo. Tenéis que estar cansadas de darles a los pedales. Tenéis pinta de cansadas. No es bueno el exceso de ejercicio. Y menos para las chicas.

Las chicas rieron.

-¿Lo veis? –continuó Bill-. Ahora venga, decidnos cómo os llamáis.

-Yo soy Bárbara, y ésta es Sharon –dijo la menuda.

-¡Perfecto! –exclamó Jerry-. Ahora entérate de adónde van.

-¿Adónde vais? –quiso saber Bill-. ¿Eh, Barbara?

La chica rió.

-A ninguna parte -respondió -. Por la carretera.

-¿Pero por la carretera adónde?

-¿Te importa que se lo diga? –le preguntó a su amiga.

-No, me da igual –contestó la amiga-. Me da exactamente igual. No voy a ir a ninguna parte con nadie –resolvió la chica llamada Sharon.

-¿Adónde vais? -insistió Bill-. ¿Vais a Picture Rock?

Las chicas rieron.

-Allí es Adónde van –aseguró Jerry.

Apretó el acelerador del Chevy, adelantando a las chicas y se metió en el arcén: ahora habrían de pasar a su lado.

-No seáis así –dijo Jerry. Y les instó-: Vengas. Si ya hemos sido presentados –argumentó.
Las chicas pasaron de largo.

-¡No os voy a morder! –bromeó Jerry.

La morena miró hacia atrás. A Jerry le pareció que le miraba con ojos propicios. Pero con una chica nunca se sabe.

Jerry volvió como un rayo a calzada; de los neumáticos salieron disparados guijarros y tierra.
-¡Nos veremos! –les gritó Bill al pasar a su lado.

-Está en el bote –comentó Jerry-. ¿No has visto la mirada que me ha echado la muy guarra?

-No sé –dudó Bill-. Quizá sería mejor que volviéramos a casa.

-¡Pero si está hecho! –dijo Jerry.

Salió de la carretera y se detuvo bajo unos árboles.

La carretera se bifurcaba allí, en Picture Rock, de donde partía un ramal para Yakima y otro para el Naches, Enumclaw, el puerto de Chinook y Seattle.

A unos cien metros de la autopista se alzaba una alta e inclinada masa de roca negra, parte integrante de una cadena poco elevada de colinas llenas de senderos y pequeñas cuevas, en cuyas paredes podían verse numerosas inscripciones indias. El lado escarpado de la roca daba a la carretera, y sobre él había escritas cosas como éstas: NACHES 67 – LOS WILDCATS DE GLEED – JESÚS NOS SALVA – DERROTAD A YAKIMA – ARREPENTÍOS.

Se quedaron dentro del coche, fumando. Los mosquitos trataban de picarles en las manos.
-Cómo me gustaría tener una cerveza –exclamó Jerry-. Iría bien beberme una.

-Y yo –coreó Bill, y miró el reloj.

Cuando divisaron a las chicas, Jerry y Bill salieron del coche. Se apoyaron sobre la aleta delantera.

-Recuerda – dijo Jerry, apartándose del coche-. La morena es mía. Tú te encargas de la otra.
Las chicas dejaron las bicicletas en el suelo y tomaron uno de los senderos. Desaparecieron tras un recodo y volvieron a aparecer un poco más arriba.

Ahora estaban allí, quietas, y miraban hacia abajo.

-¿Para qué nos seguís, eh chicos?- gritó la morena.

Jerry tomó el sendero.

Las chicas se volvieron y se alejaron de nuevo a buen paso. Bill fumaba un cigarrillo, y se paraba de vez en cuando para dar una honda chupada. Cuando llegaron a un recodo, miró hacia atrás y vio el coche.

-¡Muévete! –le instó Jerry.

-Ya voy –respondió Bill.

Siguieron subiendo. Pero Bill tuvo que recobrar el resuello. Ya no podía ver el coche. Tampoco la carretera. A su izquierda pudo ver una franja del Naches, que se extendía hacia abajo como una tira de papel de aluminio.

Jerry dijo:

-Vete a la derecha y yo iré de frente. Les cortaremos el paso a esas calientapollas.

Bill asintió con la cabeza. Jadeaba demasiado para poder hablar.

Siguió subiendo durante un rato; el sendero empezó a descender y a encaminarse hacia el valle. Bill miró y vio a las chicas. Se habían puesto en cuclillas tras un saliente terreno. Tal vez estaban sonriendo.

Bill sacó un cigarrillo. Pero no pudo encenderlo. Entonces vio a Jerry. Y después de aquello, ya no importaba.

Lo que Bill había querido era joder con ellas. O verlas desnudas. Pero tampoco le habría importado mucho que la cosa no saliera.

No llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo empezó y acabó con una piedra. Jerry utilizó la misma piedra con las dos chicas: primero con la que se llamaba Sharon y luego con la que se suponía que le tocaría a Bill.

Traducción de Jesús Zulaika.



miércoles, 2 de diciembre de 2009

Los amores que duran toda una vida - Enrique Vila-Matas

Título: Los amores que duran toda una vida
Autor: Enrique Vila-Matas
Del libro de cuentos "Suicidios ejemplares"

LOS AMORES QUE DURAN TODA UNA VIDA

Ser profesora de instituto no es un trabajo apasionante – yo diría incluso ser bedel lo es más – pero tiene la ventaja de que estás en alucinante y permanente contacto con la mediocridad humana (y así una nunca se olvida de dónde realmente está y en qué mundo vivimos) y, además, puedes disfrutar de muchos meses de vacaciones. Agosto es mi favorito. Se va todo el mundo de Zaragoza, se largan a las playas infectadas a comer helados venenosos y me dejan a mí bien tranquila con mi abuela en el piso de la Gran Vía. Ahí fumamos. Mi abuela lo hace en pipa. Grandes escándalos los suyos cuando era joven y estaba mal visto que las mujeres fumaran. Me lo ha contado no sé ya cuántas veces. Cada año lo repite cuando llega agosto y nos quedamos las dos por fin solas en el piso y ella –muy acorde con su papel de abuela- se siente más o menos obligada a contarme historias. Y las cuenta no sólo para sentirse abuela sino para impedir que yo le cuente demasiadas historias inventadas. Cada agosto vivimos una simpática pero firme y permanente lucha por ver quién de las dos cuenta más historias a la otra. Las de mi abuela son todas siempre rigurosamente veraces. Cada año, cuando llega agosto, me repite la del lío enorme que ella armó en la playa de la Concha de San Sebastián cuando apareció ataviada con una mantilla y sacando humo hasta por las orejas.

Hay mucho humo – es natural – en la casa. Yo fumo cigarro tras cigarro y lanzo las colillas al viejo y entrañable ventilador que nada ventila el pobre, aunque hoy no hace falta que lo haga, pues el día es casi frío y está muy nublado y no falta mucho para que empiece una buena tormenta. Lanzo los restos del vicio – las colillas bien apuradas- como si nada, contra el ventilador que no ventila nada. Pero hoy no sé si es muy apropiado decir tanto la palabra nada. Estoy muy nerviosa y no puede decirse que no pase nada. Y encima, la abuela me mira con infinita rabia.

-Estoy esperando, Ana María, a que me expliques por qué me has dejado sola estos tres días – me dice, y se la ve realmente muy molesta.

Todavía está mi maleta en el pasillo. Acabo de regresar de mi viaje de fin de semana a Cerler, el pueblo más alto del Pirineo aragonés. Mi abuela, que espera la inmediata explicación, me mira con severidad, y traga humo. Yo estoy sentada en el sofá, y fumo. Trato de calmarla cuando lo que debería hacer es, de entrada, calmarme a mí misma. Porque he vuelto deshecha, completamente destrozada, desesperada. Nada necesito más que poder contarle a la abuela lo que me ha pasado y, así de paso, tratar de comprender yo algo de lo sucedido.

Me encanta inventar historias, pero la que voy a contarle a la abuela, la que ahora necesito contarle, desgraciadamente ha sucedido de verdad. Y no sé muy bien por dónde empezar, ni tampoco sé si la abuela la va a creer. Si la resumo en cuatro palabras – es decir, la pongo al corriente de la desgracia y basta – pueden ocurrir dos cosas: o bien que no me crea e incluso se ría (lo cual aún puede dejarme más hundida y destrozada) o bien que me crea y tenga un ataque al corazón (últimamente cualquier noticia triste a bocajarro la deja al borde del colapso). De modo que lo mejor será contárselo todo bien despacio y que ella misma, poco a poco, vaya intuyendo que la historia acaba mal.

- Ya te lo dije, abuela. Fernando me necesitaba.

La expresión de la abuela es de fingida perplejidad. Fingida porque sabe perfectamente de qué le hablo. La verdad es que la mataría, en estos momentos se merece la noticia triste a bocajarro, pero en fin, no voy a evitar caer en eso. Me mira con rabia. Supongo que sospecha que, una vez más, le voy a largar un buen cuento. He inventado siempre tantas historias – cómo me gusta la del billete que voló, es mi preferida – que es lógico que ella ahora se muestre escéptica ante lo que adivina que puede ser una nueva historia de las mías.

Yo sigo fumando, trago mucho humo, y luego prosigo, a ciegas. Le digo:

-Fernando me invitó a su casa de Cerler. Ya te conté que se sentía en una situación muy apurada y que me había pedido que, por favor, le echara una mano. Te lo dije ya, abuela. Tú sabes que Fernando es mi mejor amigo y yo no podía negarme. Te dije que sólo serían tres días, y así ha sido, ¿qué más quieres?, total han sido sólo tres días, tal como te dije, ¿te has sentido muy sola?

La abuela no contesta. Calla pero no otorga. Yo me atropello algo con las palabras y la introduzco en la historia del gran amor de Fernando por Beatriz.

-El me necesitaba urgentemente a su lado porque su gran amor, esa Beatriz de la que alguna vez te he hablado, subía a verle a Cerler en compañía de su recién estrenado novio. Y él, que cuando la invitó no sabía que ella acababa de hacerse con un nuevo novio, necesitaba a su mejor amiga, o sea a mí, para compensar la, cómo te diría yo, enojosa presencia del novio inesperado y no invitado. ¿Está ya más clara la cosa?

- Estás muy nerviosa – dice la abuela.

-Pero ¿está o no más clara la cosa?

-No – dice -. Nada.

Y en parte tiene razón. Me atropello al contar, estoy muy nerviosa. Debería contarle las cosas de un modo más reposado y que ella pudiera entenderme mejor; debería contarla como las hace ella, aunque la verdad es que la pobre tampoco es que las cuente de un modo demasiado ordenado; además, se repite, se repite mucho. Una amiga me dijo que mi abuela sólo tenía una historia y que por eso se repetía tanto. Si eso es verdad, yo supero a la abuela en historia porque como mínimo tengo dos: la del billete que voló (a la que tal vez se parecen mucho el resto de historias que has ahora he inventado) y la de este fin de semana de Cerler. Dios mío, tengo dos. Pero la segunda hubiera preferido no tenerla. Y además creo que debería demorarme menos al contarla. Porque está bien que vaya preparando a la abuela para la terrible noticia final, pero no creo que sea necesario que vaya tan despacio. Ya hace rato que debería haberla puesto más al corriente de la historia del gran amor de Fernando por Beatriz. Debería haberle dicho: Un amor fuera de serie. O bien: Un amor de los que no hay, un amor de verdad. Debería haberle dicho algo más acerca de esa pasión extrema de Fernando desde el día e que vio a Beatriz por primera vez y quedó fulminantemente enamorado. Hasta entonces él no se había fijado en ninguna otra mujer. Una cosa algo penosa si tenemos en cuenta que a mí ya me conocía, pero en fin, a mí siempre me vio como a una amiga y eso – por mucho que yo quiera y son infinitas las veces que lo deseé- es algo que desgraciadamente ya no se puede cambiar.

Le digo a la abuela:

- Tal vez me entiendas mejor si te digo que Fernando ha permanecido fiel siempre su primer amor. Desde que vio a Beatriz, y de eso pronto hará ya diez años, se enamoró irremisiblemente de ella. Se dijo para sí mismo que nunca podría sustituir a Beatriz en su corazón. Pero no le confesó a su amor, se quedó aguardando a que ella le correspondiera. Y como eso no sucedió, poco a poco fue descubriendo las angustias y las delicias de los amores imposibles.

Miro a la abuela y veo que me sigue mirando con rabia. Está claro que piensa que me lo estoy inventando todo. Estoy segura de que no tardará en decirme, una vez más, que soy una maníaca de la invención de historias. Pero yo siento que debo seguir. Le digo:

-Yo creo que Fernando se enamoró deliberadamente de ese tipo de amor que nos hace pasarlo muy mal porque lo guardamos en secreto y nunca somos (y estamos seguro de que nunca lo seremos) correspondidos, lo cual en el fondo es todo un alivio, porque es terrible que te quieran, ¿me vas entendiendo algo, abuela?

-No, nada – me dice.

-¿Nada? – casi le grito.

-Estás muy nerviosa, Ana María.

-Pero ¿me entiendes un poco, al menos?

-No – dice-. Nada.

Bueno, en parte tiene razón, tendría que dar menos rodeos y, además, hablar sin atropellarme en las palabras y sin estar todo el rato con el alma encogida.

Cada vez está más cercana la tormenta. El viento mueve las cortinas de las ventanas. Me levanto y apago el ventilador. Enciendo otro cigarro. Miro a la abuela. Sigue enfadada y mirándome con total desconfianza. Le digo:

-Ha sido un amor imposible, siempre lo fue, porque si algo estuvo claro desde el primer momento fue que jamás Beatriz iba a enamorarse de él. Yo no sé, pero siempre me he dicho que a lo mejor fue precisamente ésa la causa por la que él se sintió tan seducido por ella. Porque fue todo tan extraño en ese enamoramiento…

Me digo si no habrá algo de escandaloso en mis palabras, pues a pesar de estar tratando de contar algo muy doloroso para mí, siento cierto placer perverso al narrarlo. Tal vez tenga razón la abuela cuando me llama maníaca de las historias.

-Aún recuerdo- le digo- el día en que él la vio por primera vez y vino a mí para decirme unas palabras que se me han quedado muy grabadas, la prueba es que las recuerdo con toda exactitud. Me dijo Fernando: No sabes, Ana María, lo guapa que es la mujer que acabo de conocer. Es alta, morena, con una magnífica cabellera negra que le cae en trenzas sobre los hombros; su nariz es griega, sus ojos resplandecientes, sus cejas altas y admirablemente arqueadas, su piel brilla como si fuera terciopelo mezclado con oro. Y todo esto unido a una fina pelusilla que oscurece su labio superior, da a su rostro expresión viril y enérgica que hace palidecer a las bellezas rubias…

Hago una pausa. Todavía me sorprende la exactitud con la que recuerdo esas palabras. Luego añado:

-Creo que alguien que es capaz de hablar así es que está muy pero muy enamorado. ¿No te parece?

-¿Una expresión viril has dicho?- pregunta mi abuela revelando que está más interesada de lo que parece en mis palabras-

-Sí, eso he dicho.

-¿Y no será que ese Fernando amigo tuyo se enamoró en realidad de él mismo?

Pregunta extraña. No sé qué contestarle. Mi abuela está muy entretenida apartando el humo que, sin querer, le he enviado.

-¿Así que ya vas entendiendo algo de lo que pretendo contarte? – le digo.

Vana ilusión la mía.

-No entiendo nada – me dice, y sonríe.

También yo sonrío, aunque poco, pero sonrío, la verdad es que lo necesitaba. Entiendo que la abuela me está dando un margen de confianza. Sin duda ella piensa que invento, pero al menos no está segura del todo. Procuro no volver a echarle más humo en la cara.

-Lo que quiero que entiendas- le digo – es que Fernando se encontró ni más ni menos que con su ideal femenino, lo cual no es poco. Desde entonces Beatriz se convirtió en su pasión secreta. Y ella nunca lo ha sabido, jamás se ha enterado de eso. Así están las cosas. Y así estaban cuando llegué a Cerler y vi, ¿a que no sabes lo que vi?

-Cualquier cosa – dice la abuela.

-Pues vi- le digo y que piense lo que quiera- nada menos que paracaidistas que caían alrededor del pueblo. Practicantes del parapente pirenaico, ¿has oído hablar de eso?

No contesta.

Le explico en qué consiste el parapente. Le digo que es una variante fascista del ya de por sí fascista ejercicio de dejarse caer, así porque sí, sobre los pueblos tranquilos.

Imagino que va a decirme que no me disperse cuando de repente se encoge de hombros- como tratando, supongo, de decirme que todo eso que le cuento le importa un rábano- y me sorprende diciéndome todo lo contrario:

- Te estás yendo por las ramas, que es adonde van a parar los vulgares y malas paracaidistas. Anda, recuerda dónde estabas. Vuelve atrás. Creo que le estabas empolvando la nariz a esa señorita llamada Beatriz.

Parece, pues, que la tensión entre las dos está disminuyendo notablemente. Ya o hay casi rastros de reproche por haberla dejado sola durante tres día. Pero no deja de ser lamentable comprobar que se toma a risa mi historia. Está claro que no cree ni una sola palabra de lo que le cuento. Seguro que está pensando que me he ido con Fernando a pasar el fin de semana a Salou, y punto. Pero su inesperado buen humor me reconforta. Me recuerda al de Fernando cuando llegué a Cerler y, creyendo que le iba a encontrar muy inquieto cuando no desesperado, me sorprendió recibiéndome con una mueca muy alegre y distendida.

-¿Qué sucede? – le pregunté yo a Fernando, algo extrañada -. Esperaba encontrarte con problemas y me recibes de un excelente buen humor.

Al igual que ahora, había como una amenaza de tormenta en el ambiente.

-Debe ser- me contestó Fernando – que este clima, este clima de altura me sienta bien.

Yo aún no había entrado en la casa, estábamos todavía en el portal. De repente me di cuenta de que había tenido siempre un gran ascendente sobre él y que yo era tal vez la única persona en el mundo capaz de alegrarle, quizá porque era la única que conocía su secreto y, por tanto, la única con la que, llegado el caso, podía realmente desfogarse.

-Pasa, Ana María – me dijo-. Pasa y verás qué divertido. En la salita está Beatriz con su flamante novio. Estoy seguro de que no te imaginas cómo es.

Y a duras penas contuvo su risa.

Pensé en un enano, en un travestí disfrazado de buzo, en un loco de pelo rojo, en un tenista con raqueta incluida, en un incendiario, en un hombre muy peludo, en un apuntador de teatro disfraza de misionero, en un agente de bolsa y hasta en un monstruo con tres ojos y cinco orejas en la espalda. Me moría ya de curiosidad cuando, al ir a entrar en la salita, Fernando me susurro al oído:

-Es un saharaui.

Conociendo los novios de Beatriz no era algo especialmente sorprendente. Y tampoco algo que hiciera reír, yo no le veía la gracia por ningún lado. Pero Fernando sí la veía y eso, después de todo, era mejor que lo contrario; era preferible que aquello le pusiera de tan buen humor. Mejor así, me dije. Porque si de algo él siempre había pecado era de un excesivo, casi brutal, dramatismo, siempre provocado por su incorregible tendencia a la desmesura. En todo exageraba. En su profunda aflicción, por ejemplo, por España, a la que veía hundida eternamente por nuestra congénita incompetencia en todo. Se avergonzaba tanto, por ejemplo, de nuestro pasado político que a veces, llevado por su exageración sin límites, había llegado a sentirse el responsable único de todos los desmanes de nuestra historia, lo que le llevaba a convertirse, claro está, en el ser más apesadumbrado de la tierra. Su bisabuelo, abuelo y padre había sido diplomáticos o militares, pero eso no justificaba lo desmesurado de su actitud en esas ocasiones. Fernando era uno de esos tristes que de tarde en tarde se sienten de pronto responsables de nuestro nefasto pasado. Y, claro está, se hunden como nadie.

Su incorregible tendencia de las desmesura se reflejaba también en la cuestión del amor, pues qué otra cosa es amar desmesuradamente sino amar con una extraña profundidad, silenciosamente, sin ser correspondido. En todo exageraba. Y mientras me decía todo esto, me pregunté si no sería que quienes aman de esta forma son siempre personas que piensan que el amor es lo esencial y ven en el sexo tan sólo un accidente. Para mí, Fernando estaba enamorado de la idea del amor y conocía, por tanto, la única fórmula para que éste dure toda una vida.

La abuela interrumpe mis pensamientos.

-¿Puede saberse qué te pasa ahora? – me dice-. ¿Se te ha tragado la tierra? Anda, recuerda dónde estabas. Le empolvabas la nariz a la señorita Beatriz, ¿te acuerdas?

Se oye un fuerte trueno. Cada vez más cerca la tormenta. Apago mi cigarro y enciendo otro. Le digo:

- Ah, sí. Y el novio de ella, fíjate qué curioso, era de nacionalidad saharaui.

- No me digas – dice la abuela, con cierta sorna.

- No me crees, ¿verdad?

- No – dice.

Me da igual y continúo, necesito continuar. Le cuento la cena entre los cuatro en un restaurante del pueblo. Le explico que, al principio y a petición de Fernando, me tocó hablar mucho a mí y que conté la historia del billete que voló en mi infancia.

-Recuerdo – les dije - una de las primeras noches de mi vida, en una casa de campo, muy pobre. La ventana estaba abierta, y se avecinaba una gran tormenta. Soplaba el viento. Llegó un hombre con un papel y una cifra escrita en él. En cuanto mi madre y mi abuela le abrieron, entró al instante en la habitación a coger el dinero que había sobre la mesa. Pero tal vez porque la puerta abierta había creado una corriente, el viento que estaba fuera torneó de improviso por la habitación y robó literalmente el dinero que estaba sobre la mesa: un billete de mil pesetas. Este billete era el alquiler. Lo robó y se lo llevó, por la ventana, hasta un bosque que estaba al otro lado del camino. Inmediatamente un abuela corrió afuera, corrió al bosque a buscar las preciosas mil pesetas. Y mientras tanto se oían truenos, empezaba a llover, y mi madre rogaba al hombre con infinitas palabras tiernas y suplicantes que nos perdonara: ¡el viento había robado el alquiler!

Como era de suponer, mi abuela protesta enérgicamente. Me dice que esa historia, que ha oído ya mil veces y que me la he inventado o la he leído y robado de alguna parte, es indignante, pues resulta vergonzoso que vaya contando por ahí algo que no es absoluto cierto.

-Mira que decir que fuiste pobre en la infancia. Hasta ahí podíamos llegar – me dice.

- Yo no digo que fuera pobre en la infancia. Lo fui, pero en fin, si tú te empeñas en decir que no… Yo no digo eso exactamente, sino que me dedico a evocar un miedo universal: cierta amenaza que flota siempre en el ambiente; el Bosque y el Viento robando el dinero de las niñas, robando el dinero de las casas, y escondiéndolo para llevar a la gente a la desesperación.

Mi abuela continúa furiosa, e insiste en que es indignante que diga que fui pobre en la infancia. Y yo, en vista de que se enfada tanto, le digo que la historia del viento que robó el dinero ya no la contaré nunca más por ahí (ya tenía ganas, después de todo, de olvidarme de ella) pero que, eso sí, es conveniente que sepa que hasta ahora esa historia siempre me resultó muy útil para justificar ante la gente mi miedo a salir de casa. Eso la calma notablemente. Me dice que podría habérselo dicho antes.

-Porque todo el mundo- y ahí remato la faena- sabe que yo no soy de las que salen por gusto fuera de casa. Pero siempre andan preguntándome a qué se debe esto. Me lo preguntan como también me preguntan por qué aún no tengo novio o por qué fumo tanto. Porque a mí me preguntan de todo, no sé por qué. De todo. Y yo para todo tengo respuestas. O la tenía, porque como ahora he renunciado a la historia del billete que voló, ya veremos qué les cuento. Pero en fin, renuncio a esa historia que, por otra parte, yo creo que encerraba una idea muy melancólica que servía para explicarlo todo.

La abuela, como queriendo compensar la tiranía de haberme prohibido que la historia, me dice que siga contándole cómo fue esa cena tan interesante en el restaurante de Cerler. Le digo que bebimos mucho y que el saharaui, que se llamaba Idir, no hacía más que crear una gran tensión pues apenas pronunciaba una palabra y sólo se dedicaba a mirarnos fijamente a los ojos como reprochándonos algo, como si estuviera censurando nuestra frivolidad de restaurante. Y como por su parte Fernando, con su peculiar conducta de anfitrión, no hacía más que aumentar la ya de por sí gran tensión (“Mañana subiremos todos al pico del Aneto”, nos decía de vez en cuando, yo creo que en todo amenazador y también desafiante), la cena resultó un completo fracaso.

Se le escapa a la abuela una nueva e irritante risita de incredulidad. Y yo siento ya deseos de mandarlo todo a paseo, decirle ya de una vez a la abuela que Fernando ha muerto, que ayer le enterramos en Cerler y que yo estoy destrozada y siento vértigo ante la vida. Ya nada será como antes. Decirle todo eso de golpe, sin más contemplaciones, y luego retirarme a mi habitación a llorar y a pensar en el profundo amor que yo he sentido por Fernando, siempre en secreto, desde el primer día en que le vi. Sólo yo sé que nadie podrá sustituirle en mi corazón. Y mi desgarro es infinito.

Ahora la abuela fuma con repentina ansiedad. Soy consciente de que, si le digo de golpe que Fernando ha muerto, pude tener una recaída brutal en su ya maltrecha salud. Sin embargo, esa risita de incredulidad me saca de quicio. Soy capaz de cualquier cosa para acabar con la maldita risita. Dios mío, por qué no querrá creerme. Pero no, no voy a decirle las cosas de una forma tan brutal, tengo que prepararla para la noticia. Voy a tratar de seguir contándoselo de una forma suave, muy lentamente, tal como me he propuesto desde un principio. Pero me enerva, no puedo evitarlo, esa actitud de sorna y desconfianza y ese ridículo resentimiento por haberla dejado sola por tres días.

-De vez en cuando – le digo- caían paracaidistas sobre el pueblo, y uno cayó sobre el flan que pedí de postre.

Me mira como pensando que soy una desgraciada. Y de repente, como si hubiera leído en el fondo de mi alma toda mi tragedia, me pregunta:

-¿Tú estás enamorada de Fernando? ¿No es eso? ¿Crees que tu abuela no se ha dado cuenta? Pero ¿no será ese Fernando un amor imaginario? ¿No será simplemente la figura de un sueño?

Me contengo como puedo. Voy a romper en llanto. Ya no le veo sentido a la vida. De nuevo me siento tentada a decirle que Fernando ha muerto, y luego que pase lo que tenga que pasar. A fin de cuentas, qué importa ya todo. Pero acabo retomando como puedo el hilo y le repito que bebimos mucho y que a Fernando e le veía cada vez más divertido pero también más peligrosamente enloquecido.

-Tras la cena- le digo- regresamos a casa. No había entre nosotros demasiado buen ambiente que digamos. Encendimos el fuego. ¿No es maravilloso en pleno agosto poder hacerlo? Beatriz, muy ilusa la pobre, no paraba de buscar con los ojos nada menos que la aprobación de Fernando a su nuevo novio. Idir miraba y miraba. Hacía frío y el clima era, tal como decía Fernando, de altura. Y en todos los sentidos. Porque Fernando parecía definitivamente instalado en la helada y solitaria cima de su gran pasión por Beatriz. Clima de altura en el que el filo casi visible de un cuchillo cortaba el aire.

-No puedo creerte- dice la abuela, esta vez yo creo que para molestar.

Vuelvo a Idir. Le digo que miraba y miraba y que, aunque lo hacía teóricamente con profundidad, parecía que sólo supiera hacer eso. Fernando, que se mantenía de un buen humor impecable, comenzó a mirar y a mirar a Idir, y finalmente no pudo más y le dijo:

-Una pregunta, amigo Idir, sólo una pregunta – era la primera vez que se dirigía a él en toda la noche -. Vamos a ver. Vamos a ver si puedes aclararme lo siguiente. La pregunta es ésta: ¿Por qué razón debemos tener dos ojos si la visión es una, y uno es el mundo? Y otra pregunta: ¿Dónde se forma la visión?, ¿en el ojo o en el cerebro? Y si es en el cerebro, ¿en cuál de sus zonas?

Le digo a la abuela que era evidente que Fernando estaba ya muy borracho. Idir sonreía diplomáticamente. También era evidente que, a pesar del buen humor de Fernando, en cualquier instante aquello podía convertirse en un polvorín. Beatriz, con su despiste habitual, no lo advirtió, y eligió precisamente ese momento para anunciar que Idir y ella iban a casarse a final de mes. Idir lo confirmó y dijo que sería en el Pilar.

-Qué mal gusto – comenta la abuela.

Le digo que esto es lo de menos y que lo importante – la voy preparando como puedo – es que vino después. Fernando bebió más, mucho más. Y cada vez estaba más simpático.

-Me has dicho que eres cubano, o no, perdona filipino, guineano, ¿de dónde diablo me has dicho que eres? – le preguntó a Idir.

Tal vez éste se sintió algo maltratado, pero no pareció concederle mayor importancia o supo disimularlo muy bien; después de todo, se notaba que Fernando había bebido mucho. Idir se limitó a decir, en un tono de voz amable, que era saharaui.

- Y del Polisario, ¿no? – preguntó Fernando con los ojos algo fuera de órbita.

- Por supuesto – contestó Idir y, tal vez para no ser tan parco como hasta entonces, se extendió algo más en la respuesta y habló de la gran tragedia que vivía su pueblo, condenado al doloroso exilio y a la guerra del desierto.

Le puso en bandeja a Fernando uno de sus temas predilectos: el del bochornoso pasado colonial español. Pero a diferencia de otras ocasiones – inocentes diatribas contra Hernán Cortés y Pizarro, la batalla de Annual o los últimos Filipinas -, y tal vez porque había bebido desmesuradamente, el lamento por el pasado y presente político de España sonaba francamente duro y desgarrador. Noté en las palabras de Fernando de una autenticidad mayor de la que estaba yo habitualmente arrugados, que me estremecí.

Idir, que no acababa de comprender muy bien lo que pasaba, seguía cargando las tintas – posiblemente ya sólo por cortesía y por no llevarle la contraria a su anfitrión – y no hacía más que enfatizar los errores de la administración colonial española, con lo cual creaba aún mayor caldo de cultivo para la excitación de Fernando que, a medida que pasaban los minutos, iba asumiendo ya en su plena totalidad los errores políticos de sus antepasados. Cada dos por tres, Idir citaba el nefasto Pacto Tripartito que condenó a su país a la guerra. Y cada vez que ocurría, Fernando se hundía aún más en su sofá, abrumado porque se sentía el único responsable de tanto error en el pasado. Hasta que en un momento determinado perdió la brújula y comenzó a cagar también con los errores coloniales de Francia.

-Qué días más bochornosos aquéllos -dijo -, días pasados a las sombras de las palmeras, con rebaños de cabras ramoneando e los bordes de las pozas y, por encima de nosotros, la noche luminosa del desierto. Qué días aquéllos más sórdidos y vergonzosos, vividos juntos a las caravanas que pernoctaban en los viejos mesones mientras nosotros, impasibles y fascistas, bebíamos sin cesar Cap Corse y leíamos Le courrier du Maroc.

Idir se sintió en la obligación de advertirle que había desplazado su sentimiento de culpa hacia el país vecino, hacia Francia, y que ésta nada tenía que ver con lo que estaban hablando. Fernando apenas le oyó. Se levantó para ir al lavabo y, al pasar junto a mí, señaló con disimulo a Beatriz u me susurró al oído:

- Nadie puede abrazar su alma. ¿Te das cuenta, Ana María?

Nadie puede abrazar el alma de nadie.

Lo dijo con desesperación. Pensé si no habría estado él representando toda una farsa para encubrir su dolor ante la boda de Beatriz. Cuando regresó del lavabo, era la palidez misma.

-Bueno – nos dijo -. Será mejor que nos acostemos. Mañana hemos de subir al Aneto.

Se había creado un cierto clima de altura junto al fuego. Aquél fue tal vez el momento de mayor intensidad de la noche. Fue también la vez que vi a Fernando con vida. Se encerró en su habitación mientras nosotros nos quedábamos un rato más en la salita comentando lo raro pero divertido que había sido todo. Mañana será otro día, dije yo. Y en ese momento sonó, seco y duro, el pistoletazo con el que él se quitó de un medio.

-Porque Fernando ha muerto – le digo de sopetón a la abuela, no he podido evitar decírselo de otra manera. Pero se lo he dicho con cierta calma y distanciamiento, eliminando todo dramatismo. Como si fuera un cuento.

La abuela me mira incrédula.

-Bueno, ¿tampoco me crees ahora?

-No – dice.

Sigue creyendo que todo es una burda invención mía. O tal vez es que simplemente prefiere ver las cosas de ese modo.

- ¿De verdad que crees que es un invento? – le digo.

- Sí – dice.

Se me ocurre que tal vez estén mejor así las cosas. Y decido resignarme a que ella no me crea, aunque es terrible porque eso aumenta mi soledad, mi desesperación.

- Fernando – concluyo ya sin ánimo, pero prefiero concluir – dejó una carta. En ella explica que, como se estaba muriendo literalmente de vergüenza, de la vergüenza de ser español, prefirió no prolongar tanto sufrimiento y darse muerte él mismo. Pero pienso que es difícil creer en la sinceridad de esas palabras. ¿Ha existido alguien alguna vez que se haya muerto realmente de vergüenza?

-Sí – dice la abuela.

- Pero yo más bien creo que hasta el último momento amó a Beatriz con todas sus fuerzas y que con esa carta tan sólo quiso encubrir el verdadero motivo por el que se mataba. Hasta el último momento lo amó en silencio desesperadamente y sin duda no deseaba turbarla y disfrazó de protesta que no ha sido más que un acto de pasión. ¿No te parece?

La abuela no responde, está vaciando su cenicero. Yo estrello otro cigarro contra el ventilador.

-¿Sigues sin creerme? - le digo.

- Te creo, Ana María, te creo.

Aunque la ve como ficción, le interesa ahora mi historia lo suficiente como para creer en ella. Algo es algo. En compensación, yo dejo que se desgarre mi realidad.

- ¿Estás convencido de que se ha matado por pasión y no por protesta? – me dice.

- Eso habría de preguntárselo a él.

- ¿Y tú no lo podrías hacer?

El cielo está muy encapotado, se oye un nuevo retumbar potentes de truenos. Cierro las ventanas para que el viento no robe mi historia.

- ¿Y tú no lo podrías hacer, Ana María?

- Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño, al hombre de mi vida.