lunes, 7 de diciembre de 2009

Diles a las mujeres que nos vamos

Diles a las mujeres que nos vamos
Autor: Raymond Carver

Bill Jamison había sido siempre el mejor amigo de Jerry Roberts. Ambos habían crecido en la zona sur, cerca del viejo parque de atracciones. Habían ido juntos a la escuela primaria y luego a la secundaria, y más tarde entraron en Eisenhower, donde hicieron cuanto estuvo en su mano para tener el mayor número de profesores comunes, se intercambiaron camisas y suéteres y pantalones con pinzas, y salieron y fornicaron con las mismas chicas, e hicieron todas esas cosas que suelen salir al paso normalmente.

En el verano conseguían trabajos juntos: macerar melocotones, recoger cerezas, deshebrar lúpulo, cualquier cosa que les proporcionase algo de dinero y en donde no hubiera que soportar a un patrón al acecho. Y compraron un coche a medias. El verano anterior a su ultimo curso, juntaron el dinero y se compraron un Plymouth rojo del 54 por 325 dólares.
Lo compartieron. Y todo salió perfectamente.

Pero Jerry se casó antes de que finalizara el primer semestre, y abandonó los estudios para tomar un empleo fijo en el centro comercial Robby`s.

En cuanto a Bill, también el había salido con la chica. Carol, se llamaba, y se llevaba muy bien con Jerry, y Bill iba a visitarlos siempre que podía. Tener amigos casados le hacía sentirse mayor. Solía ir a almorzar o a cenar, y escuchaban a Elvis o a Bill Haley y los Comets.

Pero a veces Carol y Jerry empezaban a ponerse a tono sin importarles que Bill se levantaba y se excusaba y se iba andando hasta la estación de servicio Dezorn`s a tomarse una Coca – Cola, pues en el apartamento de Jerry no había más que una cama abatible en la sala de estar. O bien ellos se metían en el cuarto de baño y Bill se iba a la cocina y fingía interesarse por la alacena o el frigorífico mientras trataba de no escuchar.

Así que Bill empezó a no ir tan a menudo; y, después de graduarse en junio, consiguió un empleo en la fábrica Darigold y se alistó en la Guardia Nacional. Al cabo de un año tenía a su cargo su propia ruta lechera y mantenía relaciones formales con Linda. De modo que Bill y Linda iban a visitar a Jerry y Carol, y bebían cerveza y oían discos.

Carol y Linda se llevaban bien, y a Bill le halagó que Carol le dijera – así, confidencialmente- que Linda era una "auténtica persona".

También a Jerry le gustaba Linda.

-Es estupenda - comentó Jerry.

Cuando Bill y Linda se casaron, Jerry fue el padrino de boda. La fiesta, naturalmente, fue en el Donelly Hotel, y Jerry y Bill se cogieron del brazo y se bebieron el ponche de un trago y se despacharon a gusto con toda clase de diabluras. Pero en determinado momento, en medio de toda aquella alegría, Bill miró a Jerry y pensó en lo mucho que había envejecido, pues tenía veintidós años y aparentaba muchos más. Para entonces tenía ya dos hijos y había ascendido en Robby´s a adjunto a la gerencia, y había otro retoño en camino.

Se veían todos los sábados y domingos, y más a menudo si había una fiesta. Cuando hacía buen tiempo, Bill y Linda iban a casa de Jerry, y asaban perritos calientes en la barbacoa, mientras dejaban a los niños en la piscina portátil que Jerry había conseguido por cuatro perras – al igual que tantas otras cosas - en el centro comercial donde trabajaba.

Jerry tenía una bonita casa. Estaba sobre una colina desde donde se divisaba el Naches. Había otras casas en las cercanías, pero no muy próximas. A Jerry le iban las cosas a pedir de boca. Cuando Bill y Linda y Jerry y Carol se reunían, lo hacían siempre en casa de Jerry, pues era él quien tenía la barbacoa y los discos y la chiquillería que no paraba de dar la lata.

Sucedió un domingo en casa de Jerry.

Las mujeres estaban en la cocina preparando las cosas. Las hijas de Jerry jugaban en el jardín. Lanzaban una pelota de plástico a la piscinita, chillaban y se metían a chapotear detrás de ella.
Jerry y Bill, echados en las tumbonas del patio, bebían cerveza y descansaban.

Bill llevaba el peso de la conversación: hablaba de gente que conocían, de Darigold, del Pontiac Catalina de cuatro puertas que pensaba comprarse.

Jerry miraba fijamente el tendedero, o el Chevy descapotable del 68 que estaba en el garaje. Bill pensó que Jerry iba a acabar por quedarse ensimismado, mirando como miraba todo el tiempo fijamente y sin decir esta boca es mía.

Bill se movió en su tumbona y encendió un cigarrillo.

Preguntó:

-¿Te sucede algo, muchacho? Quiero decir… ya sabes.

Jerry acabó su cerveza y aplastó la lata. Se encogió de hombros.

- Ya sabes – dijo.

Bill asintió con la cabeza.

Luego Jerry propuso:
- ¿Qué tal si nos damos una vuelta?
- Me parece perfecto – aprobó Bill – Les diré a las mujeres que nos vamos.

Tomaron la carretera del río Naches rumbo a Gleed. Conducía Jerry. El día era cálido y soleado, y el aire azotaba el interior del coche.

-¿Adónde vamos? – preguntó Bill.

- Vamos a echar unas partidas de billar.

- Estupendo – celebró Bill. Se sentía mucho mejor viendo a Jerry animado.

- Hay que salir de vez en cuando – se justificó Jerry. Miró a Bill-. ¿Me entiendes, no?

Sí, Bill le entendía. Le gustaba ir con los compañeros de la fábrica a jugar en la liga de bolos del viernes por la noche. Le gustaba irse un par de veces a la semana después del trabajo a tomarse unas cervezas con Jack Broderick. Sabía que los jóvenes tienen que salir de vez en cuando.

-Al pie del cañón- dijo Jerry mientras tomaba la pista de grava que conducía al Rec center.

Entraron. Bill sostuvo la puerta para que pasara Jerry, y al pasar Jerry le dio un puñetazo suave en el estómago.

-¿Qué hay, gente?

Era Riley.

-Eh, ¿Cómo estáis, chicos?

Riley salía de detrás de la barra sonriendo abiertamente. Era un hombre corpulento. Llevaba una camisa hawaiana de manga corta que le colgaba fuera de los tejanos. Riley repitió:

-¿Cómo estáis, chicos?

-Venga, calla y ponnos un par de Olys- pidió Jerry, guiñando un ojo a Bill-. ¿Y tú cómo estás, Riley?

-Preguntó Jerry.

Riley continuó:

-¿Cómo os va, chicos? ¿Dónde os habíais metido?

¿Tenéis algún lío de faldas? La última vez que te vi, Jerry, tenías a la parienta de seis meses.

Jerry se quedó quieto unos instantes, y pestañeó.

-¿Qué hay de esos Olys?-insistió Bill.

Se sentaron en unos taburetes cerca de la ventana.

Jerry comentó:

-¿Qué local es éste, Riley, sin una sola chica un domingo por la tarde?

Riley rió. Contestó:

-Imagino que están todas en la iglesia rezan do para conseguir un macho.

Se tomaron cinco latas de cerveza cada uno y tardaron dos horas en jugar tres partidas de turnos y dos de Billar ruso. Riley, sentado en un taburete, hablaba y miraba cómo jugaban. Bill no paraba de mirar primero su reloj y luego a Jerry.

Bill saltó:

-¿Bueno, en qué piensas, Jerry? Repito, ¿en qué piensas?

Jerry acabó la lata, la aplastó y se quedó un momento dándole vueltas en la mano.

Una vez en la carretera, Jerry empezó a pisarle a fondo: a veces ponía el coche a ciento treinta y ciento cuarenta kilómetros por hora. Acababan de adelantar a una vieja furgoneta cargada de muebles cuando vieron a las dos chicas.

-¡Mira eso!- exclamó Jerry, reduciendo la marcha-. Ya haría yo algo con ellas.

Jerry siguió como un kilómetro y salió de la carretera.

-Volvamos –propuso-. Intentémoslo.

-joder –dudó Bill-. No sé.

-Yo les haría algo- insistió Jerry.

Bill remoloneó:

-Sí. Pero no sé…

-Joder, venga- le apremió Jerry.

Bill miró el reloj y luego miró en torno. Dijo: -Suelta el rollo tú. Yo estoy desentrenado.
Jerry hizo sonar la bocina mientras giraba en redondo.

Cuando se acercó a la altura de las chicas redujo la velocidad. Hizo entrar el Chevy en el arcén. Las chicas siguieron pedaleando en dirección opuesta, pero se miraron la una a la otra y rieron. La que ocupaba el borde de la pista era alta y esbelta y tenía el pelo oscuro; la otra era rubia y más menuda. Ambas llevaban shorts y blusas al descubierto la espalda.

-Putas- masculló Jerry.

Esperó que pasaran los coches para cruzar y tomar la dirección contraria.

-La morena es para mí-decidió. Añadió-: la pequeña es tuya.

Bill se echó hacia atrás en su asiento y se tocó el puente de las gafas de sol.

-Ésas no van a hacer nada- auguró.

-Pronto las tendrás a tu lado- le contradijo Jerry.

Cruzó la autopista y dio marcha atrás.

-Prepárate- anunció.

-Hola – dijo Bill cuando alcanzaron las bicicletas-.

Me llamo Bill.

-Muy bonito- dijo la morena.

-¿Adónde vais? –preguntó Bill.

Las chicas no respondieron. La pequeña rió. Siguieron pedaleando y Jerry siguió conduciendo.

Eh, venga. ¿Adónde vais?- insistió Bill.

-A ningún sitio- contestó la pequeña.

-¿Y dónde es ningún sitio?

- Ya te gustaría saberlo –coqueteó la pequeña.

-Te he dicho mi nombre –respondió Bill-. ¿Cuál es el tuyo? Éste se llama Jerry.

Las chicas se miraron y rieron.

Apareció un coche a la zaga. El conductor tocó el claxon.

-¡A la mierda! –gritó Jerry.

Aceleró hasta despegarse de las bicicletas y dejó que el coche lo adelantara. Luego retrocedió hasta situarse al lado de las chicas.

Bill propuso:

-Os damos un paseo. Os llevamos a donde queráis. Lo prometo. Tenéis que estar cansadas de darles a los pedales. Tenéis pinta de cansadas. No es bueno el exceso de ejercicio. Y menos para las chicas.

Las chicas rieron.

-¿Lo veis? –continuó Bill-. Ahora venga, decidnos cómo os llamáis.

-Yo soy Bárbara, y ésta es Sharon –dijo la menuda.

-¡Perfecto! –exclamó Jerry-. Ahora entérate de adónde van.

-¿Adónde vais? –quiso saber Bill-. ¿Eh, Barbara?

La chica rió.

-A ninguna parte -respondió -. Por la carretera.

-¿Pero por la carretera adónde?

-¿Te importa que se lo diga? –le preguntó a su amiga.

-No, me da igual –contestó la amiga-. Me da exactamente igual. No voy a ir a ninguna parte con nadie –resolvió la chica llamada Sharon.

-¿Adónde vais? -insistió Bill-. ¿Vais a Picture Rock?

Las chicas rieron.

-Allí es Adónde van –aseguró Jerry.

Apretó el acelerador del Chevy, adelantando a las chicas y se metió en el arcén: ahora habrían de pasar a su lado.

-No seáis así –dijo Jerry. Y les instó-: Vengas. Si ya hemos sido presentados –argumentó.
Las chicas pasaron de largo.

-¡No os voy a morder! –bromeó Jerry.

La morena miró hacia atrás. A Jerry le pareció que le miraba con ojos propicios. Pero con una chica nunca se sabe.

Jerry volvió como un rayo a calzada; de los neumáticos salieron disparados guijarros y tierra.
-¡Nos veremos! –les gritó Bill al pasar a su lado.

-Está en el bote –comentó Jerry-. ¿No has visto la mirada que me ha echado la muy guarra?

-No sé –dudó Bill-. Quizá sería mejor que volviéramos a casa.

-¡Pero si está hecho! –dijo Jerry.

Salió de la carretera y se detuvo bajo unos árboles.

La carretera se bifurcaba allí, en Picture Rock, de donde partía un ramal para Yakima y otro para el Naches, Enumclaw, el puerto de Chinook y Seattle.

A unos cien metros de la autopista se alzaba una alta e inclinada masa de roca negra, parte integrante de una cadena poco elevada de colinas llenas de senderos y pequeñas cuevas, en cuyas paredes podían verse numerosas inscripciones indias. El lado escarpado de la roca daba a la carretera, y sobre él había escritas cosas como éstas: NACHES 67 – LOS WILDCATS DE GLEED – JESÚS NOS SALVA – DERROTAD A YAKIMA – ARREPENTÍOS.

Se quedaron dentro del coche, fumando. Los mosquitos trataban de picarles en las manos.
-Cómo me gustaría tener una cerveza –exclamó Jerry-. Iría bien beberme una.

-Y yo –coreó Bill, y miró el reloj.

Cuando divisaron a las chicas, Jerry y Bill salieron del coche. Se apoyaron sobre la aleta delantera.

-Recuerda – dijo Jerry, apartándose del coche-. La morena es mía. Tú te encargas de la otra.
Las chicas dejaron las bicicletas en el suelo y tomaron uno de los senderos. Desaparecieron tras un recodo y volvieron a aparecer un poco más arriba.

Ahora estaban allí, quietas, y miraban hacia abajo.

-¿Para qué nos seguís, eh chicos?- gritó la morena.

Jerry tomó el sendero.

Las chicas se volvieron y se alejaron de nuevo a buen paso. Bill fumaba un cigarrillo, y se paraba de vez en cuando para dar una honda chupada. Cuando llegaron a un recodo, miró hacia atrás y vio el coche.

-¡Muévete! –le instó Jerry.

-Ya voy –respondió Bill.

Siguieron subiendo. Pero Bill tuvo que recobrar el resuello. Ya no podía ver el coche. Tampoco la carretera. A su izquierda pudo ver una franja del Naches, que se extendía hacia abajo como una tira de papel de aluminio.

Jerry dijo:

-Vete a la derecha y yo iré de frente. Les cortaremos el paso a esas calientapollas.

Bill asintió con la cabeza. Jadeaba demasiado para poder hablar.

Siguió subiendo durante un rato; el sendero empezó a descender y a encaminarse hacia el valle. Bill miró y vio a las chicas. Se habían puesto en cuclillas tras un saliente terreno. Tal vez estaban sonriendo.

Bill sacó un cigarrillo. Pero no pudo encenderlo. Entonces vio a Jerry. Y después de aquello, ya no importaba.

Lo que Bill había querido era joder con ellas. O verlas desnudas. Pero tampoco le habría importado mucho que la cosa no saliera.

No llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo empezó y acabó con una piedra. Jerry utilizó la misma piedra con las dos chicas: primero con la que se llamaba Sharon y luego con la que se suponía que le tocaría a Bill.

Traducción de Jesús Zulaika.



miércoles, 2 de diciembre de 2009

Los amores que duran toda una vida - Enrique Vila-Matas

Título: Los amores que duran toda una vida
Autor: Enrique Vila-Matas
Del libro de cuentos "Suicidios ejemplares"

LOS AMORES QUE DURAN TODA UNA VIDA

Ser profesora de instituto no es un trabajo apasionante – yo diría incluso ser bedel lo es más – pero tiene la ventaja de que estás en alucinante y permanente contacto con la mediocridad humana (y así una nunca se olvida de dónde realmente está y en qué mundo vivimos) y, además, puedes disfrutar de muchos meses de vacaciones. Agosto es mi favorito. Se va todo el mundo de Zaragoza, se largan a las playas infectadas a comer helados venenosos y me dejan a mí bien tranquila con mi abuela en el piso de la Gran Vía. Ahí fumamos. Mi abuela lo hace en pipa. Grandes escándalos los suyos cuando era joven y estaba mal visto que las mujeres fumaran. Me lo ha contado no sé ya cuántas veces. Cada año lo repite cuando llega agosto y nos quedamos las dos por fin solas en el piso y ella –muy acorde con su papel de abuela- se siente más o menos obligada a contarme historias. Y las cuenta no sólo para sentirse abuela sino para impedir que yo le cuente demasiadas historias inventadas. Cada agosto vivimos una simpática pero firme y permanente lucha por ver quién de las dos cuenta más historias a la otra. Las de mi abuela son todas siempre rigurosamente veraces. Cada año, cuando llega agosto, me repite la del lío enorme que ella armó en la playa de la Concha de San Sebastián cuando apareció ataviada con una mantilla y sacando humo hasta por las orejas.

Hay mucho humo – es natural – en la casa. Yo fumo cigarro tras cigarro y lanzo las colillas al viejo y entrañable ventilador que nada ventila el pobre, aunque hoy no hace falta que lo haga, pues el día es casi frío y está muy nublado y no falta mucho para que empiece una buena tormenta. Lanzo los restos del vicio – las colillas bien apuradas- como si nada, contra el ventilador que no ventila nada. Pero hoy no sé si es muy apropiado decir tanto la palabra nada. Estoy muy nerviosa y no puede decirse que no pase nada. Y encima, la abuela me mira con infinita rabia.

-Estoy esperando, Ana María, a que me expliques por qué me has dejado sola estos tres días – me dice, y se la ve realmente muy molesta.

Todavía está mi maleta en el pasillo. Acabo de regresar de mi viaje de fin de semana a Cerler, el pueblo más alto del Pirineo aragonés. Mi abuela, que espera la inmediata explicación, me mira con severidad, y traga humo. Yo estoy sentada en el sofá, y fumo. Trato de calmarla cuando lo que debería hacer es, de entrada, calmarme a mí misma. Porque he vuelto deshecha, completamente destrozada, desesperada. Nada necesito más que poder contarle a la abuela lo que me ha pasado y, así de paso, tratar de comprender yo algo de lo sucedido.

Me encanta inventar historias, pero la que voy a contarle a la abuela, la que ahora necesito contarle, desgraciadamente ha sucedido de verdad. Y no sé muy bien por dónde empezar, ni tampoco sé si la abuela la va a creer. Si la resumo en cuatro palabras – es decir, la pongo al corriente de la desgracia y basta – pueden ocurrir dos cosas: o bien que no me crea e incluso se ría (lo cual aún puede dejarme más hundida y destrozada) o bien que me crea y tenga un ataque al corazón (últimamente cualquier noticia triste a bocajarro la deja al borde del colapso). De modo que lo mejor será contárselo todo bien despacio y que ella misma, poco a poco, vaya intuyendo que la historia acaba mal.

- Ya te lo dije, abuela. Fernando me necesitaba.

La expresión de la abuela es de fingida perplejidad. Fingida porque sabe perfectamente de qué le hablo. La verdad es que la mataría, en estos momentos se merece la noticia triste a bocajarro, pero en fin, no voy a evitar caer en eso. Me mira con rabia. Supongo que sospecha que, una vez más, le voy a largar un buen cuento. He inventado siempre tantas historias – cómo me gusta la del billete que voló, es mi preferida – que es lógico que ella ahora se muestre escéptica ante lo que adivina que puede ser una nueva historia de las mías.

Yo sigo fumando, trago mucho humo, y luego prosigo, a ciegas. Le digo:

-Fernando me invitó a su casa de Cerler. Ya te conté que se sentía en una situación muy apurada y que me había pedido que, por favor, le echara una mano. Te lo dije ya, abuela. Tú sabes que Fernando es mi mejor amigo y yo no podía negarme. Te dije que sólo serían tres días, y así ha sido, ¿qué más quieres?, total han sido sólo tres días, tal como te dije, ¿te has sentido muy sola?

La abuela no contesta. Calla pero no otorga. Yo me atropello algo con las palabras y la introduzco en la historia del gran amor de Fernando por Beatriz.

-El me necesitaba urgentemente a su lado porque su gran amor, esa Beatriz de la que alguna vez te he hablado, subía a verle a Cerler en compañía de su recién estrenado novio. Y él, que cuando la invitó no sabía que ella acababa de hacerse con un nuevo novio, necesitaba a su mejor amiga, o sea a mí, para compensar la, cómo te diría yo, enojosa presencia del novio inesperado y no invitado. ¿Está ya más clara la cosa?

- Estás muy nerviosa – dice la abuela.

-Pero ¿está o no más clara la cosa?

-No – dice -. Nada.

Y en parte tiene razón. Me atropello al contar, estoy muy nerviosa. Debería contarle las cosas de un modo más reposado y que ella pudiera entenderme mejor; debería contarla como las hace ella, aunque la verdad es que la pobre tampoco es que las cuente de un modo demasiado ordenado; además, se repite, se repite mucho. Una amiga me dijo que mi abuela sólo tenía una historia y que por eso se repetía tanto. Si eso es verdad, yo supero a la abuela en historia porque como mínimo tengo dos: la del billete que voló (a la que tal vez se parecen mucho el resto de historias que has ahora he inventado) y la de este fin de semana de Cerler. Dios mío, tengo dos. Pero la segunda hubiera preferido no tenerla. Y además creo que debería demorarme menos al contarla. Porque está bien que vaya preparando a la abuela para la terrible noticia final, pero no creo que sea necesario que vaya tan despacio. Ya hace rato que debería haberla puesto más al corriente de la historia del gran amor de Fernando por Beatriz. Debería haberle dicho: Un amor fuera de serie. O bien: Un amor de los que no hay, un amor de verdad. Debería haberle dicho algo más acerca de esa pasión extrema de Fernando desde el día e que vio a Beatriz por primera vez y quedó fulminantemente enamorado. Hasta entonces él no se había fijado en ninguna otra mujer. Una cosa algo penosa si tenemos en cuenta que a mí ya me conocía, pero en fin, a mí siempre me vio como a una amiga y eso – por mucho que yo quiera y son infinitas las veces que lo deseé- es algo que desgraciadamente ya no se puede cambiar.

Le digo a la abuela:

- Tal vez me entiendas mejor si te digo que Fernando ha permanecido fiel siempre su primer amor. Desde que vio a Beatriz, y de eso pronto hará ya diez años, se enamoró irremisiblemente de ella. Se dijo para sí mismo que nunca podría sustituir a Beatriz en su corazón. Pero no le confesó a su amor, se quedó aguardando a que ella le correspondiera. Y como eso no sucedió, poco a poco fue descubriendo las angustias y las delicias de los amores imposibles.

Miro a la abuela y veo que me sigue mirando con rabia. Está claro que piensa que me lo estoy inventando todo. Estoy segura de que no tardará en decirme, una vez más, que soy una maníaca de la invención de historias. Pero yo siento que debo seguir. Le digo:

-Yo creo que Fernando se enamoró deliberadamente de ese tipo de amor que nos hace pasarlo muy mal porque lo guardamos en secreto y nunca somos (y estamos seguro de que nunca lo seremos) correspondidos, lo cual en el fondo es todo un alivio, porque es terrible que te quieran, ¿me vas entendiendo algo, abuela?

-No, nada – me dice.

-¿Nada? – casi le grito.

-Estás muy nerviosa, Ana María.

-Pero ¿me entiendes un poco, al menos?

-No – dice-. Nada.

Bueno, en parte tiene razón, tendría que dar menos rodeos y, además, hablar sin atropellarme en las palabras y sin estar todo el rato con el alma encogida.

Cada vez está más cercana la tormenta. El viento mueve las cortinas de las ventanas. Me levanto y apago el ventilador. Enciendo otro cigarro. Miro a la abuela. Sigue enfadada y mirándome con total desconfianza. Le digo:

-Ha sido un amor imposible, siempre lo fue, porque si algo estuvo claro desde el primer momento fue que jamás Beatriz iba a enamorarse de él. Yo no sé, pero siempre me he dicho que a lo mejor fue precisamente ésa la causa por la que él se sintió tan seducido por ella. Porque fue todo tan extraño en ese enamoramiento…

Me digo si no habrá algo de escandaloso en mis palabras, pues a pesar de estar tratando de contar algo muy doloroso para mí, siento cierto placer perverso al narrarlo. Tal vez tenga razón la abuela cuando me llama maníaca de las historias.

-Aún recuerdo- le digo- el día en que él la vio por primera vez y vino a mí para decirme unas palabras que se me han quedado muy grabadas, la prueba es que las recuerdo con toda exactitud. Me dijo Fernando: No sabes, Ana María, lo guapa que es la mujer que acabo de conocer. Es alta, morena, con una magnífica cabellera negra que le cae en trenzas sobre los hombros; su nariz es griega, sus ojos resplandecientes, sus cejas altas y admirablemente arqueadas, su piel brilla como si fuera terciopelo mezclado con oro. Y todo esto unido a una fina pelusilla que oscurece su labio superior, da a su rostro expresión viril y enérgica que hace palidecer a las bellezas rubias…

Hago una pausa. Todavía me sorprende la exactitud con la que recuerdo esas palabras. Luego añado:

-Creo que alguien que es capaz de hablar así es que está muy pero muy enamorado. ¿No te parece?

-¿Una expresión viril has dicho?- pregunta mi abuela revelando que está más interesada de lo que parece en mis palabras-

-Sí, eso he dicho.

-¿Y no será que ese Fernando amigo tuyo se enamoró en realidad de él mismo?

Pregunta extraña. No sé qué contestarle. Mi abuela está muy entretenida apartando el humo que, sin querer, le he enviado.

-¿Así que ya vas entendiendo algo de lo que pretendo contarte? – le digo.

Vana ilusión la mía.

-No entiendo nada – me dice, y sonríe.

También yo sonrío, aunque poco, pero sonrío, la verdad es que lo necesitaba. Entiendo que la abuela me está dando un margen de confianza. Sin duda ella piensa que invento, pero al menos no está segura del todo. Procuro no volver a echarle más humo en la cara.

-Lo que quiero que entiendas- le digo – es que Fernando se encontró ni más ni menos que con su ideal femenino, lo cual no es poco. Desde entonces Beatriz se convirtió en su pasión secreta. Y ella nunca lo ha sabido, jamás se ha enterado de eso. Así están las cosas. Y así estaban cuando llegué a Cerler y vi, ¿a que no sabes lo que vi?

-Cualquier cosa – dice la abuela.

-Pues vi- le digo y que piense lo que quiera- nada menos que paracaidistas que caían alrededor del pueblo. Practicantes del parapente pirenaico, ¿has oído hablar de eso?

No contesta.

Le explico en qué consiste el parapente. Le digo que es una variante fascista del ya de por sí fascista ejercicio de dejarse caer, así porque sí, sobre los pueblos tranquilos.

Imagino que va a decirme que no me disperse cuando de repente se encoge de hombros- como tratando, supongo, de decirme que todo eso que le cuento le importa un rábano- y me sorprende diciéndome todo lo contrario:

- Te estás yendo por las ramas, que es adonde van a parar los vulgares y malas paracaidistas. Anda, recuerda dónde estabas. Vuelve atrás. Creo que le estabas empolvando la nariz a esa señorita llamada Beatriz.

Parece, pues, que la tensión entre las dos está disminuyendo notablemente. Ya o hay casi rastros de reproche por haberla dejado sola durante tres día. Pero no deja de ser lamentable comprobar que se toma a risa mi historia. Está claro que no cree ni una sola palabra de lo que le cuento. Seguro que está pensando que me he ido con Fernando a pasar el fin de semana a Salou, y punto. Pero su inesperado buen humor me reconforta. Me recuerda al de Fernando cuando llegué a Cerler y, creyendo que le iba a encontrar muy inquieto cuando no desesperado, me sorprendió recibiéndome con una mueca muy alegre y distendida.

-¿Qué sucede? – le pregunté yo a Fernando, algo extrañada -. Esperaba encontrarte con problemas y me recibes de un excelente buen humor.

Al igual que ahora, había como una amenaza de tormenta en el ambiente.

-Debe ser- me contestó Fernando – que este clima, este clima de altura me sienta bien.

Yo aún no había entrado en la casa, estábamos todavía en el portal. De repente me di cuenta de que había tenido siempre un gran ascendente sobre él y que yo era tal vez la única persona en el mundo capaz de alegrarle, quizá porque era la única que conocía su secreto y, por tanto, la única con la que, llegado el caso, podía realmente desfogarse.

-Pasa, Ana María – me dijo-. Pasa y verás qué divertido. En la salita está Beatriz con su flamante novio. Estoy seguro de que no te imaginas cómo es.

Y a duras penas contuvo su risa.

Pensé en un enano, en un travestí disfrazado de buzo, en un loco de pelo rojo, en un tenista con raqueta incluida, en un incendiario, en un hombre muy peludo, en un apuntador de teatro disfraza de misionero, en un agente de bolsa y hasta en un monstruo con tres ojos y cinco orejas en la espalda. Me moría ya de curiosidad cuando, al ir a entrar en la salita, Fernando me susurro al oído:

-Es un saharaui.

Conociendo los novios de Beatriz no era algo especialmente sorprendente. Y tampoco algo que hiciera reír, yo no le veía la gracia por ningún lado. Pero Fernando sí la veía y eso, después de todo, era mejor que lo contrario; era preferible que aquello le pusiera de tan buen humor. Mejor así, me dije. Porque si de algo él siempre había pecado era de un excesivo, casi brutal, dramatismo, siempre provocado por su incorregible tendencia a la desmesura. En todo exageraba. En su profunda aflicción, por ejemplo, por España, a la que veía hundida eternamente por nuestra congénita incompetencia en todo. Se avergonzaba tanto, por ejemplo, de nuestro pasado político que a veces, llevado por su exageración sin límites, había llegado a sentirse el responsable único de todos los desmanes de nuestra historia, lo que le llevaba a convertirse, claro está, en el ser más apesadumbrado de la tierra. Su bisabuelo, abuelo y padre había sido diplomáticos o militares, pero eso no justificaba lo desmesurado de su actitud en esas ocasiones. Fernando era uno de esos tristes que de tarde en tarde se sienten de pronto responsables de nuestro nefasto pasado. Y, claro está, se hunden como nadie.

Su incorregible tendencia de las desmesura se reflejaba también en la cuestión del amor, pues qué otra cosa es amar desmesuradamente sino amar con una extraña profundidad, silenciosamente, sin ser correspondido. En todo exageraba. Y mientras me decía todo esto, me pregunté si no sería que quienes aman de esta forma son siempre personas que piensan que el amor es lo esencial y ven en el sexo tan sólo un accidente. Para mí, Fernando estaba enamorado de la idea del amor y conocía, por tanto, la única fórmula para que éste dure toda una vida.

La abuela interrumpe mis pensamientos.

-¿Puede saberse qué te pasa ahora? – me dice-. ¿Se te ha tragado la tierra? Anda, recuerda dónde estabas. Le empolvabas la nariz a la señorita Beatriz, ¿te acuerdas?

Se oye un fuerte trueno. Cada vez más cerca la tormenta. Apago mi cigarro y enciendo otro. Le digo:

- Ah, sí. Y el novio de ella, fíjate qué curioso, era de nacionalidad saharaui.

- No me digas – dice la abuela, con cierta sorna.

- No me crees, ¿verdad?

- No – dice.

Me da igual y continúo, necesito continuar. Le cuento la cena entre los cuatro en un restaurante del pueblo. Le explico que, al principio y a petición de Fernando, me tocó hablar mucho a mí y que conté la historia del billete que voló en mi infancia.

-Recuerdo – les dije - una de las primeras noches de mi vida, en una casa de campo, muy pobre. La ventana estaba abierta, y se avecinaba una gran tormenta. Soplaba el viento. Llegó un hombre con un papel y una cifra escrita en él. En cuanto mi madre y mi abuela le abrieron, entró al instante en la habitación a coger el dinero que había sobre la mesa. Pero tal vez porque la puerta abierta había creado una corriente, el viento que estaba fuera torneó de improviso por la habitación y robó literalmente el dinero que estaba sobre la mesa: un billete de mil pesetas. Este billete era el alquiler. Lo robó y se lo llevó, por la ventana, hasta un bosque que estaba al otro lado del camino. Inmediatamente un abuela corrió afuera, corrió al bosque a buscar las preciosas mil pesetas. Y mientras tanto se oían truenos, empezaba a llover, y mi madre rogaba al hombre con infinitas palabras tiernas y suplicantes que nos perdonara: ¡el viento había robado el alquiler!

Como era de suponer, mi abuela protesta enérgicamente. Me dice que esa historia, que ha oído ya mil veces y que me la he inventado o la he leído y robado de alguna parte, es indignante, pues resulta vergonzoso que vaya contando por ahí algo que no es absoluto cierto.

-Mira que decir que fuiste pobre en la infancia. Hasta ahí podíamos llegar – me dice.

- Yo no digo que fuera pobre en la infancia. Lo fui, pero en fin, si tú te empeñas en decir que no… Yo no digo eso exactamente, sino que me dedico a evocar un miedo universal: cierta amenaza que flota siempre en el ambiente; el Bosque y el Viento robando el dinero de las niñas, robando el dinero de las casas, y escondiéndolo para llevar a la gente a la desesperación.

Mi abuela continúa furiosa, e insiste en que es indignante que diga que fui pobre en la infancia. Y yo, en vista de que se enfada tanto, le digo que la historia del viento que robó el dinero ya no la contaré nunca más por ahí (ya tenía ganas, después de todo, de olvidarme de ella) pero que, eso sí, es conveniente que sepa que hasta ahora esa historia siempre me resultó muy útil para justificar ante la gente mi miedo a salir de casa. Eso la calma notablemente. Me dice que podría habérselo dicho antes.

-Porque todo el mundo- y ahí remato la faena- sabe que yo no soy de las que salen por gusto fuera de casa. Pero siempre andan preguntándome a qué se debe esto. Me lo preguntan como también me preguntan por qué aún no tengo novio o por qué fumo tanto. Porque a mí me preguntan de todo, no sé por qué. De todo. Y yo para todo tengo respuestas. O la tenía, porque como ahora he renunciado a la historia del billete que voló, ya veremos qué les cuento. Pero en fin, renuncio a esa historia que, por otra parte, yo creo que encerraba una idea muy melancólica que servía para explicarlo todo.

La abuela, como queriendo compensar la tiranía de haberme prohibido que la historia, me dice que siga contándole cómo fue esa cena tan interesante en el restaurante de Cerler. Le digo que bebimos mucho y que el saharaui, que se llamaba Idir, no hacía más que crear una gran tensión pues apenas pronunciaba una palabra y sólo se dedicaba a mirarnos fijamente a los ojos como reprochándonos algo, como si estuviera censurando nuestra frivolidad de restaurante. Y como por su parte Fernando, con su peculiar conducta de anfitrión, no hacía más que aumentar la ya de por sí gran tensión (“Mañana subiremos todos al pico del Aneto”, nos decía de vez en cuando, yo creo que en todo amenazador y también desafiante), la cena resultó un completo fracaso.

Se le escapa a la abuela una nueva e irritante risita de incredulidad. Y yo siento ya deseos de mandarlo todo a paseo, decirle ya de una vez a la abuela que Fernando ha muerto, que ayer le enterramos en Cerler y que yo estoy destrozada y siento vértigo ante la vida. Ya nada será como antes. Decirle todo eso de golpe, sin más contemplaciones, y luego retirarme a mi habitación a llorar y a pensar en el profundo amor que yo he sentido por Fernando, siempre en secreto, desde el primer día en que le vi. Sólo yo sé que nadie podrá sustituirle en mi corazón. Y mi desgarro es infinito.

Ahora la abuela fuma con repentina ansiedad. Soy consciente de que, si le digo de golpe que Fernando ha muerto, pude tener una recaída brutal en su ya maltrecha salud. Sin embargo, esa risita de incredulidad me saca de quicio. Soy capaz de cualquier cosa para acabar con la maldita risita. Dios mío, por qué no querrá creerme. Pero no, no voy a decirle las cosas de una forma tan brutal, tengo que prepararla para la noticia. Voy a tratar de seguir contándoselo de una forma suave, muy lentamente, tal como me he propuesto desde un principio. Pero me enerva, no puedo evitarlo, esa actitud de sorna y desconfianza y ese ridículo resentimiento por haberla dejado sola por tres días.

-De vez en cuando – le digo- caían paracaidistas sobre el pueblo, y uno cayó sobre el flan que pedí de postre.

Me mira como pensando que soy una desgraciada. Y de repente, como si hubiera leído en el fondo de mi alma toda mi tragedia, me pregunta:

-¿Tú estás enamorada de Fernando? ¿No es eso? ¿Crees que tu abuela no se ha dado cuenta? Pero ¿no será ese Fernando un amor imaginario? ¿No será simplemente la figura de un sueño?

Me contengo como puedo. Voy a romper en llanto. Ya no le veo sentido a la vida. De nuevo me siento tentada a decirle que Fernando ha muerto, y luego que pase lo que tenga que pasar. A fin de cuentas, qué importa ya todo. Pero acabo retomando como puedo el hilo y le repito que bebimos mucho y que a Fernando e le veía cada vez más divertido pero también más peligrosamente enloquecido.

-Tras la cena- le digo- regresamos a casa. No había entre nosotros demasiado buen ambiente que digamos. Encendimos el fuego. ¿No es maravilloso en pleno agosto poder hacerlo? Beatriz, muy ilusa la pobre, no paraba de buscar con los ojos nada menos que la aprobación de Fernando a su nuevo novio. Idir miraba y miraba. Hacía frío y el clima era, tal como decía Fernando, de altura. Y en todos los sentidos. Porque Fernando parecía definitivamente instalado en la helada y solitaria cima de su gran pasión por Beatriz. Clima de altura en el que el filo casi visible de un cuchillo cortaba el aire.

-No puedo creerte- dice la abuela, esta vez yo creo que para molestar.

Vuelvo a Idir. Le digo que miraba y miraba y que, aunque lo hacía teóricamente con profundidad, parecía que sólo supiera hacer eso. Fernando, que se mantenía de un buen humor impecable, comenzó a mirar y a mirar a Idir, y finalmente no pudo más y le dijo:

-Una pregunta, amigo Idir, sólo una pregunta – era la primera vez que se dirigía a él en toda la noche -. Vamos a ver. Vamos a ver si puedes aclararme lo siguiente. La pregunta es ésta: ¿Por qué razón debemos tener dos ojos si la visión es una, y uno es el mundo? Y otra pregunta: ¿Dónde se forma la visión?, ¿en el ojo o en el cerebro? Y si es en el cerebro, ¿en cuál de sus zonas?

Le digo a la abuela que era evidente que Fernando estaba ya muy borracho. Idir sonreía diplomáticamente. También era evidente que, a pesar del buen humor de Fernando, en cualquier instante aquello podía convertirse en un polvorín. Beatriz, con su despiste habitual, no lo advirtió, y eligió precisamente ese momento para anunciar que Idir y ella iban a casarse a final de mes. Idir lo confirmó y dijo que sería en el Pilar.

-Qué mal gusto – comenta la abuela.

Le digo que esto es lo de menos y que lo importante – la voy preparando como puedo – es que vino después. Fernando bebió más, mucho más. Y cada vez estaba más simpático.

-Me has dicho que eres cubano, o no, perdona filipino, guineano, ¿de dónde diablo me has dicho que eres? – le preguntó a Idir.

Tal vez éste se sintió algo maltratado, pero no pareció concederle mayor importancia o supo disimularlo muy bien; después de todo, se notaba que Fernando había bebido mucho. Idir se limitó a decir, en un tono de voz amable, que era saharaui.

- Y del Polisario, ¿no? – preguntó Fernando con los ojos algo fuera de órbita.

- Por supuesto – contestó Idir y, tal vez para no ser tan parco como hasta entonces, se extendió algo más en la respuesta y habló de la gran tragedia que vivía su pueblo, condenado al doloroso exilio y a la guerra del desierto.

Le puso en bandeja a Fernando uno de sus temas predilectos: el del bochornoso pasado colonial español. Pero a diferencia de otras ocasiones – inocentes diatribas contra Hernán Cortés y Pizarro, la batalla de Annual o los últimos Filipinas -, y tal vez porque había bebido desmesuradamente, el lamento por el pasado y presente político de España sonaba francamente duro y desgarrador. Noté en las palabras de Fernando de una autenticidad mayor de la que estaba yo habitualmente arrugados, que me estremecí.

Idir, que no acababa de comprender muy bien lo que pasaba, seguía cargando las tintas – posiblemente ya sólo por cortesía y por no llevarle la contraria a su anfitrión – y no hacía más que enfatizar los errores de la administración colonial española, con lo cual creaba aún mayor caldo de cultivo para la excitación de Fernando que, a medida que pasaban los minutos, iba asumiendo ya en su plena totalidad los errores políticos de sus antepasados. Cada dos por tres, Idir citaba el nefasto Pacto Tripartito que condenó a su país a la guerra. Y cada vez que ocurría, Fernando se hundía aún más en su sofá, abrumado porque se sentía el único responsable de tanto error en el pasado. Hasta que en un momento determinado perdió la brújula y comenzó a cagar también con los errores coloniales de Francia.

-Qué días más bochornosos aquéllos -dijo -, días pasados a las sombras de las palmeras, con rebaños de cabras ramoneando e los bordes de las pozas y, por encima de nosotros, la noche luminosa del desierto. Qué días aquéllos más sórdidos y vergonzosos, vividos juntos a las caravanas que pernoctaban en los viejos mesones mientras nosotros, impasibles y fascistas, bebíamos sin cesar Cap Corse y leíamos Le courrier du Maroc.

Idir se sintió en la obligación de advertirle que había desplazado su sentimiento de culpa hacia el país vecino, hacia Francia, y que ésta nada tenía que ver con lo que estaban hablando. Fernando apenas le oyó. Se levantó para ir al lavabo y, al pasar junto a mí, señaló con disimulo a Beatriz u me susurró al oído:

- Nadie puede abrazar su alma. ¿Te das cuenta, Ana María?

Nadie puede abrazar el alma de nadie.

Lo dijo con desesperación. Pensé si no habría estado él representando toda una farsa para encubrir su dolor ante la boda de Beatriz. Cuando regresó del lavabo, era la palidez misma.

-Bueno – nos dijo -. Será mejor que nos acostemos. Mañana hemos de subir al Aneto.

Se había creado un cierto clima de altura junto al fuego. Aquél fue tal vez el momento de mayor intensidad de la noche. Fue también la vez que vi a Fernando con vida. Se encerró en su habitación mientras nosotros nos quedábamos un rato más en la salita comentando lo raro pero divertido que había sido todo. Mañana será otro día, dije yo. Y en ese momento sonó, seco y duro, el pistoletazo con el que él se quitó de un medio.

-Porque Fernando ha muerto – le digo de sopetón a la abuela, no he podido evitar decírselo de otra manera. Pero se lo he dicho con cierta calma y distanciamiento, eliminando todo dramatismo. Como si fuera un cuento.

La abuela me mira incrédula.

-Bueno, ¿tampoco me crees ahora?

-No – dice.

Sigue creyendo que todo es una burda invención mía. O tal vez es que simplemente prefiere ver las cosas de ese modo.

- ¿De verdad que crees que es un invento? – le digo.

- Sí – dice.

Se me ocurre que tal vez estén mejor así las cosas. Y decido resignarme a que ella no me crea, aunque es terrible porque eso aumenta mi soledad, mi desesperación.

- Fernando – concluyo ya sin ánimo, pero prefiero concluir – dejó una carta. En ella explica que, como se estaba muriendo literalmente de vergüenza, de la vergüenza de ser español, prefirió no prolongar tanto sufrimiento y darse muerte él mismo. Pero pienso que es difícil creer en la sinceridad de esas palabras. ¿Ha existido alguien alguna vez que se haya muerto realmente de vergüenza?

-Sí – dice la abuela.

- Pero yo más bien creo que hasta el último momento amó a Beatriz con todas sus fuerzas y que con esa carta tan sólo quiso encubrir el verdadero motivo por el que se mataba. Hasta el último momento lo amó en silencio desesperadamente y sin duda no deseaba turbarla y disfrazó de protesta que no ha sido más que un acto de pasión. ¿No te parece?

La abuela no responde, está vaciando su cenicero. Yo estrello otro cigarro contra el ventilador.

-¿Sigues sin creerme? - le digo.

- Te creo, Ana María, te creo.

Aunque la ve como ficción, le interesa ahora mi historia lo suficiente como para creer en ella. Algo es algo. En compensación, yo dejo que se desgarre mi realidad.

- ¿Estás convencido de que se ha matado por pasión y no por protesta? – me dice.

- Eso habría de preguntárselo a él.

- ¿Y tú no lo podrías hacer?

El cielo está muy encapotado, se oye un nuevo retumbar potentes de truenos. Cierro las ventanas para que el viento no robe mi historia.

- ¿Y tú no lo podrías hacer, Ana María?

- Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño, al hombre de mi vida.

El retorno - Roberto Bolaño

Título: El retorno
Autor: Roberto Bolaño
Del libro de cuentos "Putas asesinas"

EL RETORNO

Tengo una buena y mala noticia. La buena es que existe la vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.

Me sobrevino la muerte en una discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había advertido pero hay cosas que son superiores a la razón. Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada noche buscara en los locales de moda de París aquello que no se encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama vida interior: el calor de una cierta desmesura.

Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me había divorciado hacía poco y tenía treintaicuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De repente un pinchazo en el corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía impertérrito, y la pista de baile que daba vueltas de forma por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego un breve instante de oscuridad.

Después de todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.

En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto, pero eso no me impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de vez en cuando al teatro, y frecuentar con más asiduidad que el común de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El resto las vi por vocación de cinéfilo.

Como tantas otras personas yo también fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito en taquilla, aquella con Demi Moore y Whoopy Goldberg, esa a donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan, tal vez un callejón, en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de su cuerpo, en un alarde de efectos especiales (sobre todo para la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mi (efectos especiales aparte) me pareció una estupidez. Una solución fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble

Cuando me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En primer lugar, por haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas y después por estar interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas, me hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los europeos no podemos o no queremos entender. Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto a reír a gritos.

Uno a todo se acostumbra y además aquella madrugada yo me sentía mareado o borracho, no por haber ingerido bebidas alcohólicas la noche de mi deceso, que no lo hice, fue mas bien una noche de jugos de piña mezclados con cerveza sin alcohol, sino por la impresión de estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber que venia después. Cuando uno se muere el mundo real se mueve un poquito y eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras unas gafas con otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor es que tu sabes que son tus gafas la que has cogido, no unas gafas equivocadas. Y el mundo real se mueve un poquito a la derecha, un poquito para abajo, la distancia que te separa de un objeto determinado cambia imperceptiblemente, y ese cambio uno lo percibe como un abismo, y el abismo contribuye a tu mareo pero tampoco importa.

Dan ganas de llorar o rezar. Los primeros minutos del fantasma son minutos de nocaut inminente. Quedas como un boxeador tocado que se mueve por el ring en el dilatado instante en que el ring se está evaporando. Pero luego te tranquilizas y generalmente lo que sueles hacer es seguir a la gente que va contigo, a tu novia, a tus amigos, o, por el contrario, a tu cadáver.

Yo iba con Cecile Lambelle, la mujer de mis sueños, iba con ella cuando me morí y a ella la vi antes de morirme, pero cuando mi espíritu se separó de mi cuerpo ya no la vi por ninguna parte. La sorpresa fue considerable y la decepción mayúscula, sobre todo si lo pienso ahora, aunque entonces no tuve tiempo para lamentarlo. Allí estaba, mirando mi cuerpo tirado en el suelo en una pose grotesca, como si en medio del baile y del ataque al corazón me hubiera desmadejado del todo, o como sino hubiera muerto de un paro cardiaco sino lanzándome de la azotea de un rascacielos, y lo único que hacia era mirar y dar vueltas y caerme, pues me sentía absolutamente mareado, mientras un voluntario de los que nunca faltan me hacia la respiración artificial ( o se la hacia a mi cuerpo) y luego otro me golpeaba el corazón y luego a alguien se le ocurría desconectar la música y una especie de murmullo de desaprobación recorría toda la discoteca, bastante llena pese a lo avanzado de la noche, y la voz grave de un camarero o de un tipo de seguridad ordenada que nadie me tocara, que había que esperar la llegada de la policía y del juez, y aunque yo estaba grogui me hubiera gustado decirles que siguieran intentándolo, que siguieran reanimándome, pero la gente estaba cansada y cuando alguien nombró a la policía todos se echaron para atrás y mi cadáver se quedó solo en un costado de la pista, con los ojos cerrados, hasta que un alma caritativa me echó un mantel por encima para cubrir eso que ya estaba definitivamente muerto.

Después llegó la policía y unos tipos que certificaron lo que ya todo el mundo sabia, y después llegó el juez y sólo entonces yo me di cuenta de que Cecile Lamballe se había esfumado de la discoteca, así que cuando levantaron mi cuerpo y lo metieron en una ambulancia, yo seguí a los enfermeros y me introduje en la parte de atrás del vehiculo y me perdí con ellos en el triste y exhausto amanecer de París.

Qué poca cosa me pareció entonces mi cuerpo o mi ex cuerpo (no sé como expresarme al respecto), abocado a la maraña de la burocracia de la muerte. Primero me llevaron a los sótanos de un hospital aunque a ciencia cierta no podría asegurar que aquello fuera un hospital, en donde una joven con gafas ordenó que me desnudaran y luego, ya sola, estuvo mirándome y tocándome durante unos instantes. Luego me pusieron una sabana y en otra habitación sacaron una copia completa de mis huellas dactilares. Luego me volvieron a llevar a la primera sala, en donde no había nadie esta vez y en donde permanecí un tiempo que a mi me pareció largo y que no sabría medir en horas. Tal vez sólo fueran unos minutos, pero yo cada vez estaba mas aburrido.

Al cabo de un rato vino a buscarme un camillero negro que me llevó a otro piso subterráneo, en donde me entregó a un par de jovenzuelos también vestidos de blanco, pero que desde el primer momento, no sé por qué, me dieron mala espina. Tal vez fuera la manera de hablar, pretendidamente sofisticada, que delataba a un par de artistas plásticos de ínfima categoría, tal vez fueran los pendientes hexagonales que sugerían de forma vaga unos animales escapados de un bestiario, fantástico y que aquella temporada usaban los modernos que circulan por las discotecas a las que yo con irresponsable frecuencia acudí.

Los nuevos enfermeros anotaron algo en un libro, hablaron con el negro durante unos minutos (no sé de qué hablaron) y luego el negro se fue y nos quedamos solos. Es decir, en la habitación estaban los dos jóvenes detrás de la mesa, rellenando formularios y parloteando entre ellos, mi cadáver sobre la camilla, cubierto de pies a cabeza, y yo a un lado de mi cadáver, con la mano izquierda apoyada en el reborde metálico de la camilla, intentando pensar cualquier cosa que contribuyera a clarificar mis días venideros, si es que iba a haber días venideros, algo que no tenia nada claro en aquel instante.

Después uno de los jóvenes se acercó a la camilla y me destapó (o destapó mi cadáver) y durante unos segundos estuvo observándome con la expresión pensativa que nada bueno presagiaba. Al cabo de un rato volvió a cubrirlo y arrastraron, entre los dos, la camilla hasta la habitación vecina, una suerte de panal helado que pronto descubrí era depósito en donde se acumulaban los cadáveres. Nunca hubiera imaginado que tanta gente moría en París en el transcurso de una noche cualquiera. Introdujeron mi cuerpo en un nicho refrigerado y se marcharon. Yo no los conseguí.

Allí, en la morgue, me pasé todo aquel día. A veces me asomaba a la puerta, que tenia una ventanita de cristal, y miraba la hora en el reloj de pared de la habitación vecina. Poco a poco fue remitiendo la sensación de mareo aunque en algún momento tuve una crisis de pánico, en la que pensé en el infierno y en el paraíso, en la recompensa y en el castigo, pero esta clase de terror irrazonable no se prolongó mucho tiempo. La verdad es que empecé a sentirme mejor.

En el transcurso del día fueron llegando nuevos cadáveres, pero ningún fantasma acompañaba a su cuerpo, y a eso de las cuatro de la tarde un joven miope me hizo la autopsia y luego dictaminó las causas accidentales de mi muerte. Debo reconocer que yo no tuve estomago para ver como abrían mi cuerpo. Pero fui hasta la sala de autopsias y escuché como el forense y su ayudante, una chica bastante agraciada, trabajaban, eficientes y rápidos, tal como seria deseable que hicieran su trabajo todos los funcionarios de los servicios públicos, mientras yo esperaba de espaldas, contemplando las baldosas de color marfil de la pared. Después me lavaron y me cosieron y un camillero me volvió a llevar a la morgue.

Hasta las once de la noche permanecí allí, sentado en el suelo debajo de mi nicho refrigerado, y aunque en algún momento pensé que me iba a quedar dormido ya no tenida sueño ni forma de conciliarlo, y con lo que hice fue seguir reflexionando sobre mi vida pasada y sobre el enigmático porvenir (por llamarlo de alguna manera) que tenía delante de mí. El trasiego, que durante el día había sido como un goteo constante aunque apenas perceptible, a partir de las diez de la noche cesó o se mitigó de forma considerable. A las once y cinco volvieron a aparecer los jóvenes de los pendientes hexagonales. Me sobresalté cuando abrieron la puerta. Sin embargo ya me estaba acostumbrando a mi condición fantasmal y tras reconocerlos seguí sentado en el suelo, pensando en la distancia que me separaba ahora de Cecile Lamballe, infinitamente mayor de la que mediaba entre ambos cuando yo aún estaba vivo. Siempre nos damos cuenta de las cosas cuando ya no hay remedio. En la vida tuve miedo de ser juguete (o algo menos que un juguete) en manos de Cecile y ahora que estaba muerto ese destino, antes origen de mis insomnios y de mi inseguridad rampante, se me antojaba dulce y no carente incluso de cierta elegancia y de cierto peso: la solidez de lo real.

Pero hablaba de los camilleros modernos. Los vi cuando entraron en la morgue y aunque no dejé de percibir en sus gestos una cautela que se contradecía con su forma de ser pegajosamente felina, de pretendidos artistas de discoteca, al principio de presté atención a sus movimientos, a sus cuchicheos, hasta que uno de ellos abrió el nicho donde reposaba mi cadáver.

Entonces me levanté y me puse a mirarlos. Con gestos de profesionales consumados pusieron mi cuerpo en una camilla. Luego arrastraron la camilla fuera de la morgue y se perdieron por un corredor largo, con una suave pendiente en subida, que iba a dar directamente al parking del edificio. Por un instante pensé que estaban robando mi cadáver. Mi delirio de Cecile Lamballe, el rostro blanquísimo de Cecile Lamballe, que emergía de la oscuridad del parking y les daba a los camilleros seudoartistas el pago estipulado por el rescate de mi cadáver. Pero en el parking no había nadie, lo que demuestra que yo aún estaba lejos de recobrar mi raciocinio o siquiera serenidad.

Durante unos instantes volví a sentir el mareo de los primeros minutos de fantasma mientras los seguía con cierta timidez e inseguridad por las inhóspitas hileras de coches. Luego metieron mi cadáver en el maletero de un Renault gris, con la carrocería llena de pequeñas abolladuras, y salimos del vientre de aquel edificio, que ya empezaba a considerar mi casa, hacia la noche libérrima de París.

No recuerdo ya por qué avenidas y calles transitamos. Los camilleros iban drogados, según pude colegir tras un vistazo más concienzudo, y hablaban de gente que estaba muy por encima de sus posibilidades sociales. No tardé e confirmar mi primera impresión: eran unos pobres diablos, y sin embargo algo en su actitud, que por momentos parecía esperanza y por momentos inocencia, hizo que me sintiera próximo a ellos. En el fondo, nos parecíamos, no ahora ni en los momentos previos a mi muerte, sino en la imagen que guardaba en mí mismo a los veintidós años o a los veinticinco, cuando aún estudiaba y creía que el mundo algún día se iba a rendir a mis pies.

El Renault se detuvo junto a una mansión en unos de los barrios más exclusivos de París. Eso, al menos, fue lo que creí. Uno de los seudoartistas se bajó del coche y tocó un timbre. Al cabo de un rato una voz que surgió de la oscuridad le ordenó, no, le sugirió que se pusiera un poco más a la derecha y que levantara la barbilla. El camillero siguió las instrucciones y levantó la cabeza. El otro se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en dirección a una cámara de televisión que nos observaba desde lo alto de la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a conocer dentro de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo que podíamos pasar.

Al instante la verja se abrió con un ligero chirrido y el coche se internó por un camino pavimentado que caracoleaba por un jardín lleno de árboles y plantas cuyo insinuado descuido correspondía más a un capricho que a dejadez. Nos detuvimos en uno de los laterales de la casa. Mientras los camilleros bajaban mi cuerpo del maletero la contemplé con desaliento y admiración. Nunca en toda mi vida había estado en una cada como aquella. Parecía antigua. Sin duda debía de valer una fortuna. Poco más es lo que sé de arquitectura.

Entramos por unas de las puertas de servicio. Pasamos por la cocina, impoluta y fría como la cocina de un restaurante que llevara muchos años cerrado, y recorrimos un pasillo en penumbra al final del cual tomamos un ascensor que nos llevó hasta el sótano. Cuando las puertas del aseador se abrieron allí estaba Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de inmediato. El pelo largo y canoso, las gafas de cristales gruesos, la mirada gris que insinuaba a un niño desprotegido, los labios delgados y firmes que delataban, por el contrario, a un hombre que sabia muy bien lo que quería. Iba vestido con pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me resultó chocante pues las fotos que yo había visto de Villeneuve siempre lo mostraban vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El Villeneuve que tenía ante mí, por el contrario, parecía un viejo rockero insomne. Su andar, si embargo, era inconfundible: se movía con la misma inseguridad que tantas veces había visto en la televisión, cuando al final de sus colecciones de otoño-invierno o de primavera-verano saltaba a la pasarela, se diría que casi por obligación, arrastrado por sus modelos favoritas a recibir el aplauso unánime del público.

Los camilleros pusieron mi cadáver sobre un diván verde oscuro y retrocedieron unos pasos, a la espera del dictamen de Villeneuve. Este se acercó, me destapó la cara y luego sin decir nada se dirigió a un pequeño escritorio de madera noble (supongo) de donde extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con casi toda probabilidad contenía una suma importante de dinero, aunque ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo que pasarían a las siete de la mañana del día siguiente a recogerme y se marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de despedida. Los camilleros desaparecieron por donde habíamos entrado, oí el ruido del ascensor y después silencio. Villeneuve, sin prestarle atención a mi cuerpo, encendió un monitor de televisión. Miré por encima de su hombro. Los seudoartistas estaban junto a la verja, esperando a que Villeneuve les franqueara la salida. Después el coche se perdió por la calle de aquel barrio tan selecto y la puerta metálica se cerró con un chirrido seco.

A partir de ese momento todo en mi nueva vida sobrenatural empezó a cambiar, a acelerarse en fases que se distinguían perfectamente unas de otras pese a la rapidez con que se sucedían. Villeneuve se acercó a un mueble muy parecido a un minibar de un hotel cualquiera y sacó un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a beberlo directamente de la botella y apagó el monitor de vigilancia. Sin dejar de beber puso música. Una música que yo nunca había oído, o tal vez si, pero entonces la escuché con atención y me pareció que era la primera vez: guitarras, eléctricas, un piano, un saxo, algo triste y melancólico pero también fuerte, como si el espíritu del músico no diera un brazo a torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza de ver el nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi nada. Sólo en rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció extraño, como si al quedarse solo y beber refresco de manzana se hubiera acalorado de improvisto. Distinguí una gota de sudor en medio de su mejilla. Una gota minúscula que bajaba lentamente hacia el mentón. También creí percibir un ligero estremecimiento.

Después Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció un rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables sillones de cuero que había en la habitación y esperé.

Entonces Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la funda arrugada debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo sobre el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de rodillas, y se sacó la camisa e hizo una pausa sin dejar de mirarme y fue entonces cuando yo e levanté y me acerqué un poco y vi mi cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve, para adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi fue su rostro tímido, mas tímido que en las fotos, de hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las revistas de moda o del corazón.

Villeneuve se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí si que lo entendí todo y me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me masajeó el pene y los testículos con una delicadeza similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de un cuarto de hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera querido cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía, agradecimiento por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros por haber venido o alquilado mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de Francia.

Después de correrse Villeneuve cerró los ojos y suspiró. En ese suspiro creí percibir una ligera señal de hastío. Acto seguido se incorporó y durante y durante unos segundos permaneció sentado en el diván, dándole la espalda a mi cuerpo, mientras se limpiaba con la mano el miembro que aun goteaba. Debería darle vergüenza, dije.

Desde que había muerto era la primera vez que hablaba. Villeneuve levantó la cabeza, en modo alguno sorprendido o en cualquier caso con una sorpresa mucho menor de la que hubiera experimentado yo en su lugar, mientras con una mano buscaba las gafas que estaban sobre la moqueta.

En el acto comprendí que me había oído. Me pareció un milagro. De pronto sentí tan feliz que le perdoné su anterior lascivia. Sin embargo, como un idiota, repetí: debería darle vergüenza. ¿Quién está ahí?, dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el fantasma del cuerpo al que usted acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego sus mejillas se colorearon, todo de forma casi simultánea. Temí que fuera a sufrir un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la verdad es que muy asustado no se le veía.

No hay problema, dije conciliador, está perdonado.

Villeneuve encendió la luz y buscó por todos los rincones de la habitación. Creí que se había vuelto loco, pues era evidente que allí sólo estaba él y que de ocultarse otra persona éste tenía que ser un pigmeo o aún mas pequeño que un pigmeo, un gnomo. Luego comprendí que el modisto, contra lo que yo pensaba, no estaba loco sino que más bien hacía gala de unos nervios de acero: no buscaba a una persona sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí una oleada de simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la habitación me pareció admirable. Yo en su lugar hubiera escapado como alma que lleva el diablo.

No soy ningún micrófono, dije. Tampoco soy una cámara de televisión. Por favor, procure calmarse, siéntese y charlemos. Sobre todo, no tenga miedo de mí. No voy a hacerle nada. Eso le dije y cuando terminé de hablar me callé vi que Villeneuve, tras vacilar imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé hacer. Mientras él desordenaba la habitación yo permanecí sentado en uno de los confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que nos encerráramos en una habitación pequeña (pequeña como un ataúd, fue el termino exacto que empleé), una habitación en donde fuera impensable la instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría hablando hasta que pudiera convencerlo de cuál era mi naturaleza o mejor dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba sobre mi proposición, yo pensé a mi vez que me había expresado mal, pues en modo alguno podía llamar naturaleza a mi estado de fantasma. Mi naturaleza seguía siendo, a todas luces, la de un ser vivo. Sin embargo era evidente que yo no estaba vivo. Por un instante se me ocurrió la posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el valor de los fantasmas me dije que si era un sueño lo mejor (y lo único) que podía hacer era seguir soñando. Por experiencia sé que intentar despertarse de golpe de una pesadilla es inútil y además añade dolor al dolor o terror al terror.

Así que repetí mi oferta y esta vez Villeneuve dejó de buscar y se quedó quieto (contemplé con detenimiento su rostro tantas veces visto en las revistas de papel satinado, y la expresión que vi fue la misma, es decir una expresión de soledad y de elegancia, aunque ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban unas pocas pero significativas gotas de sudor). Salió de la habitación. Lo seguí. En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted conmigo? Su voz me sonó extrañamente simpática, llena de matices que se acercaba, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o quimérica.

Aquí estoy, dije.

Villeneuve hizo un gesto con la cabeza que no comprendía y siguió recorriendo su mansión, deteniéndose en cada habitación y sala de estar o rellano y preguntándome si aun estaba con el, pregunta que yo ineluctablemente respondía en cada ocasión, procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos intentando singularizar mi voz (que en vida fue siempre una voz más bien vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada (en ocasiones casi un pito) y sin embargo extremadamente distinguida del modisto. Es mas, a cada respuesta añadía, con miras a conseguir una mayor credibilidad, detalles del lugar en que nos encontrábamos, por ejemplo, si había una lámpara con una pantalla de color tabaco y pie de hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie de lámpara es de hierro forjado o de hierro colado, podía decirme, con los ojos, eso si, fijos en el suelo, como si temiera que de improviso yo me materializara o como si no quisiera avergonzarme, y entonces yo le decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise decir. Y Villeneuve movía la cabeza de forma ambigua, como si efectivamente aceptara mis excusas o como si se estuviera haciendo una idea más cabal del fantasma que le había tocado en suerte.

Y así recorrimos toda la casa, y mientras íbamos de un sitio a otro Villeneuve cada vez estaba o se le veía mas tranquilo y yo estaba cada vez mas nervioso, pues la descripción de objetos nunca ha sido mi fuerte, máxime si esos objetos no eran objetos de uso común, o si esos objetos eran cuadros de pintores contemporáneos que seguramente valían una fortuna pero sus autores para mí eran unos perfectos desconocidos, o si esos objetos eran figuras que Villeneuve había ido reuniendo después de sus viajes (de incógnito) por el mundo.

Hasta que llegamos a una pequeña habitación en donde no había nada, ni un solo mueble, si una sola luz, una habitación revestida de una capa de cemento, e donde nos encerramos y quedamos a oscuras. La situación, a primera vista, parecía embarazosa, pero para mí fue como un segundo o un tener nacimiento, es decir, para mí fue el inicio de la esperanza y al mismo tiempo la conciencia desesperada de la esperanza. Allí Villeneuve dijo: descríbame el sitio en donde estamos ahora. Y yo le dije que aquel lugar era como la muerte, pero no como la muerte real sino como imaginamos la muerte cuando estamos vivos. Y Villeneuve dijo: descríbalo todo está oscuro, dije yo. Es como un refugio atómico. Y añadí que el alma se encogía en un sitio así e iba a seguir enumerando lo que sentía, el vacío que se había instalado en mi alma mucho antes de morir y del que sólo ahora tenia conciencia, pero Villeneuve me interrumpió, dijo que con eso bastaba, que me creía, y abrió de golpe la puerta.

Lo seguí hasta la sala principal de la casa, en donde se sirvió un whisky y precedió a pedirme perdón, con pocas y medidas frases, por lo que había hecho con mi cuerpo. Está usted perdonado, le dije. Soy una persona de mente abierta. En realidad ni siquiera estoy seguro de lo que significa tener una mente abierta, pero sentí que era mí deber hacer tabla rasa y despejar nuestra futura relación de culpabilidades y rencores.

Se preguntará usted por qué hago lo que hago, dijo Villeneuve.

Le aseguré que no tenía intención de pedirle explicaciones. Sin embargo Villeneuve insistió en dármelas. Con cualquier otra persona aquello se hubiera convertido en una velada de lo mas desagradable, pero quien hablaba era Jean-Claude Villeneuve, el mas grande modisto de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue volando mientras odia una historia sucinta de su infancia y adolescencia, de su juventud, de sus reservas en material sexual, de sus experiencias con algunos hombres y con algunas mujeres, de su inveterada soledad, de su mórbido deseo de no causar daño a nadie que tal vez encubría el oculto deseo de que nadie le hiciese daño a él, de sus gustos artísticos que admiré y envidié con toda mi alma, de su inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos, de sus primeros trabajos para una casa de alta costura, de sus viajes iniciáticos sobre los que no quiso profundizar, de su amistad con tres de las mejores actrices del cine europeo, de su relación con el par de seudoartistas de la morgue que le conseguían de tanto en tanto cadáveres con los que pasaba solo una noche, de su fragilidad, de su fragilidad que se asemejaba a una demolición en cámara lenta e infinita, hasta que por las cortinas de la sala principal se deslizaron las primeras luces de la mañana y Villeneuve dio por concluida su larga exposición.

Permanecimos en silencio durante un largo rato. Supe que ambos estábamos si no exultantes de alegría sí razonablemente felices.

Poco después llegaron los camilleros. Villeneuve miró al suelo y me preguntó que debía hacer. Después de todo, el cuerpo que venían a buscar era el mío. Le di las gracias por la delicadeza de preguntármelo pero al mismo tiempo le aseguré que me encontraba más allá de esas preocupaciones. Haga lo que suele hacer, le dije. ¿Se marchará usted?, dijo él. Mi decisión hacia rato que estaba tomada, sin embargo fingí reflexionar durante unos segundos antes de decirle que no, que no me iba a marchar. Si a él no le importaba, claro. Villeneuve pareció aliviado. No me importa, al contrario, dijo. Entonces sonó un timbre y Villeneuve encendió los monitores y flanqueó el paso a los alquiladores de cadáveres, que entraron sin decir una palabra.

Agotado por los sucesos de la noche, Villeneuve no se levantó del sofá. Los seudoartistas lo saludaron, me pareció que uno de ellos tenía ganas de charla, pero el otro le dio un empujón y ambos bajaron sin más a buscar mi cadáver. Villeneuve tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Yo seguí a los camilleros al sótano. Mi cadáver yacía semicubierto por la funda de la morgue. Ví como lo metían en ella y lo cargaban hasta depositarlo otra vez en el maletero del coche. Lo imaginé allí, en el frío, hasta que un pariente o mi ex mujer acudiera a reclamarlo. Pero no hay que darle espacio al sentimentalismo, pensé, y cuando el coche de los camilleros dejó el jardín y se perdió en aquella calle arbolada y elegante no sentí ni el más leve asomo de nostalgia o de tristeza o de melancolía.

Al volver a la sala Villeneuve seguía en el sillón y hablaba solo (aunque no tardé en descubrir que él creía que hablaba conmigo) mientras con los brazos entrecruzados temblaba de frío. Me senté en una silla junto a él, una silla de madera labrada y respaldo de terciopelo, de cara a la ventana y al jardín y a la hermosa luz de la mañana, y lo dejé seguir hablando todo lo que quisiera.